Bueno aqui subo un pequeño relato de cosecha propia:
Il giocoliere di cartas
Y allí estaban sentados, ante una mesa vieja y coja. Bajo la luz de una bombilla que colgaba solitaria del alto techo, bañándose en mares de humo cubano. Una montaña de billetes, una baraja inglesa de cincuenta y dos cartas y cuatro jugadores. La partida tenía lugar en el almacén del restaurante de uno de ellos, Pietro Rossini. El siciliano era el sobrino del Don, Giulio, de la familia de los Rossini. A la derecha de este estaba Francesco Lotta, muy bueno en el póquer; dueño de varios casinos relacionados con los Rossini. Frente a Pietro se sentaba Salvatore Montesena, de otra de las familias de la zona; muy competitivo y mal perdedor. Por último, a la izquierda del anfitrión, Cesare Di Marco; ahijado de Renzo Montesena (Don y padre de Salvatore).
Eran ya cerca de las tres de la mañana. Hacía ya un par de horas que el local estaba cerrado. Tan solo los cuatro jugadores y uno de los matones de Pietro estaban en el local. Cada uno de ellos había sido registrado al entrar, y todos iban desarmados (excepto el matón). No se concedía ningún margen.
La ronda ya estaba empezada, y parecía que sería la última dado que las apuestas eran muy elevadas. Debía haber sobre el tapete más de veinte mil euros. Cesare repartía y el resto eran mano sobre él. Todos estaban muy atentos a cada uno de los movimientos que este hacía dado que la fama de tramposo le perseguía, era conocido con el sobrenombre de: el malabarista de naipes.
Desde que fue invitado a esta partida, Cesare, sabía que no podría ganar demasiado dinero puesto que le acusarían de hacer trampas. Al principio, pensó en rechazar la invitación, lo que sería visto como una ofensa. Luego, no le quedó otro remedio que acudir al encuentro. Lo que Cesare no sabía, era que Salva le había preparado una encerrona. El odio entre Cesare y Salvatore venía de largo. El segundo, era el único hijo de Renzo y por lo tanto, futuro Don. Sin embargo, el ahijado del patriarca de los Montesena, siempre había prestado un mejor servicio a la familia y estaba en boca de todos que era el predilecto del Don. Las envidias entre el uno y el otro, no hacían sino crecer y alimentar el odio que se profesaban. Salva había avisado al resto de participantes de que Cesare seguramente trataría de hacer trampas. Le conocía tan bien, que sabía que sería incapaz de evitarlo. Solo esperaba la ocasión para acusarle y dejar que un montón de plomo fuese su juez.
Como iba diciendo, la ronda estaba empezada y las apuestas pintaban altas, casi a órdago. Cesare, sin jugada en mano, tiró sus cartas sobre la mesa como señal de su retirada sin llegar siquiera a cambiar; con el consiguiente comentario sarcástico de su hermanito. Pietro con un trío de seises pidió dos cartas. El señor Lotta con una pareja de cuatros cambió tres. Y Salvatore cuya mano era de una pareja de reinas pidió tres más.
El Rossini levantó sus tres cartas con una amplia sonrisa en la cara, trío de seises, un rey y una jota; una muy buena jugada para ser mano de la ronda. Francesco con gesto torcido se retiró nada mas ver sus cartas. Por último Salva levantó sus cartas lentamente, una a una. Una reina, un cinco y otra reina. Una jugada ganadora: póquer de reinas. El Montesena, no gesticuló lo mas mínimo para evitar suspicacias. Durante dos rondas Pietro elevó ligeramente la jugada de mil en mil euros, luego Salva elevó cinco mil. Y así, poco a poco, apostaron más de quince mil. No solo se apostaba dinero; era orgullo, poderío, valentía. Finalmente, el anfitrión dobló lo que había en la mesa, que debía ascender a unos noventa mil euros, y Salvatore, aceptó sin subir un solo euro. Ganar demasiado dinero a su anfitrión podía ser visto como una ofensa.
Pietro observó alrededor y mostró su mano con cierto temblor en el pulso y gran sobriedad en su mirada. Al ver la jugada Salvatore sonrió, miró a Francesco, que esperaba atento, y a Cesare, que le guiñó un ojo. Y mostró sus cartas una a una. Reina, cinco, reina, reina, reina. El sabor de la victoria en sus ojos era casi enfermizo. Y la cara de perplejidad y rabia de Pietro no tenía precio. El perdedor, se levantó dando un golpe a la mesa y arrojando su puro contra la pared. Salva, por otro lado, no cabía en sí de júbilo mientras amontonaba y recogía el dinero de la mesa. En un alarde de frialdad, Cesare agarró con sus manos los brazos de Salvatore y habló casi susurrando mientras este le miraba.
- Hermanito, ¿cómo puedes tener un póquer de reinas si yo tengo la de corazones?
Los susurros resonaron en toda la estancia. En tanto la cara del Montesena se tornó en una mueca de incredulidad, la faz de Pietro se iba llenando de ira. Francesco, sorprendido y dubitativo, tomo sus cartas de la mesa y las arrojo boca arriba: dos cuatros, un tres, un ocho y la reina de picas. El Rossini se apresuró hacia Salvatore tomándolo por las solapas de la chaqueta y agitándolo.
- Y bien Montesena, explícanos como es posible que haya seis reinas en la baraja. No querrás hacernos trampas, ¿verdad?
- No, no. Se lo juro: no sé que ha pasado. ¡Le juro que no tengo nada que ver!
Mientras Pietro acometía contra Salvatore, Francesco ojeo las cartas y pudo apreciar como aunque el mosaico de la ilustración en el reverso era exactamente igual, la reina de corazones y la de picas que tenía el Montesena estaban ligeramente menos desgastadas que el resto de cartas. Detalle que firmó sentencia.
El anfitrión invitó a marcharse al resto de jugadores lamentando aquel accidente. Francesco cogió su abrigo y salió de allí sin apenas dar las buenas noches. Cesare, se acercó a despedirse antes de marcharse.
- Buenas noches, Pietro. Lamento lo ocurrido. dijo a su anfitrión con una reverencia.
- Hasta la vista, hermanito. susurro al oído de Salva tras darle un fuerte beso en la mejilla.
El Montesena, entendió entonces lo ocurrido, pero sus pocas y atropelladas explicaciones no sirvieron para mucho. Conforme hubo Cesare cerrado la puerta del almacén oyó golpes y gritos de Salvatore. Sin más, salió del callejón en el que desembocaba aquel antro y se alejó caminando en la fría noche bajo la luz de las farolas. Pocos pasos después, escuchó el sonido metálico y hueco de un disparo atravesando el pecho de su hermano. Cinco veces más se repitió aquel ruido. El aire portaba el olor rancio de la sangre, pero en su rostro aparecía una tímida sonrisa con tintes a satisfacción. Sus ojos estaban humedecidos, eran lágrimas de emoción. Lágrimas de victoria.
Había perdido bastante dinero aquella noche, pero no quedaba ninguna duda de que había merecido la pena. Ahora sería él quien heredase el puesto de Capo de los Montesena. Desde el instante en que se había retirado, el resto de jugadores bajaron la guardia. Solo tuvo que esperar el momento adecuado para amañar la ronda y librarse así de su querido hermano.
Siempre había sido un tramposo y siempre lo seguiría siendo