SEGUNDA PARTE
¿Cuándo empezaste a hacerlo? me preguntó en aquella sesión. En realidad no lo sé. Cuando era joven tomaba las copas normales que podía tomar cualquier adolescente, pero fue dos años después de casarnos cuando Gabriela empezó a sufrir los primeros indicios de mi enfermedad. Con la llegada de Marcos, mi esposa y yo tuvimos, después de ésta, la crisis más fuerte de nuestro matrimonio. Aquella la superamos, tampoco sé qué será de ésta.
Estaba contento con mi trabajo y me gustaba disfrutar de mi familia. Marcos era un mico y no quería perderme ni una de sus hazañas y peripecias pueriles e irrepetibles.
Poco a poco Gabriela empezó a ocuparse absolutamente de todo, desde darle de comer a Marcos, hasta decirme qué combinación de ropa debía ponerme para ir con unas pintas decentes. Mi esposa administraba los gastos y ella misma me daba de mi propio sueldo el dinero que tenía para el mes. A veces me veía apurado y hablé con ella, le pareció una locura quitar dinero de la alimentación de sus hijos para pagar mis caprichos. No me dejó decirle más, yo tampoco insistí.
Gabriela era la reina de nuestro pequeño hogar. Yo sólo me dedicada a trabajar, que era lo único que se me daba bien y tenía que hacer; traer dinero a casa, de lo demás se ocuparía ella, así todo iría por buen camino y llegaría a buen puerto.
Yo me conformé con aquello sin reprochar nunca nada a Gabriela, al fin y al cabo, no tenía ni idea de llevar una casa. Pero su dominio llegó hasta tal punto que tres semanas después de quedarse embarazada de Carmelilla, me comentó como de pasada que había decidido aumentar la familia, que sería bueno para todos ahora que estábamos en un buen momento. Al principio lo acepté sin rechistar, quién mejor que ella para saber cuál era el mejor momento, pero hubo algo que no pude controlar. Cuando Gabriela se durmió, me pregunté qué significaba para mi esposa, iba a ser padre y ni siquiera pude elegirlo. Fui a la cocina, abrí el mueble y la vi, compartí con ella toda la noche.
Los años fueron pasando y yo cada día necesitaba más a menudo a mi compañera. Ella me aliviaba, con ella me desahogaba. En aquel mundo de evasión, mi persona se solidificaba llegando a revelar a Gabriela todo lo que no era capaz de decirle sobrio. Pero ella, con su temperamental carácter, conseguía dormirme a base de pastillas y aquellas palabras de agonía, que escupían mis entrañas sólo con el valor que mi compañera, casi inseparable, me ofrecía, quedaban en memoria olvidada.
Cuando ocurría aquello era obvio que al día siguiente no podía ir a trabajar, no tanto por la resaca como por el adormecimiento de las pastillas. Evidentemente, aquellas horas me la descontaban del sueldo y de este modo faltaba dinero para los gastos necesarios. Ése fue el detonante para que Gabriela me diera a elegir entre este centro o la calle. Ha sido la única vez que me ha dado libertad de elección. Ni siquiera eres un hombre para mantener a tu familia, cada día me avergüenzo más de ti, no tienes valor para dejarlo, se acabó me decía mi mujer hace dos semanas. Papá, ponte bueno, ve al médico, yo quiero jugar y si estás dormido no podemos me decía mi pequeña. Ella sí que fue mi luz para darme cuenta de que estaba a punto de caer en un abismo.
Desde entonces no los he vuelto a ver, los hecho mucho de menos. Me encantaría volver a ayudar a Carmelilla con sus deberes, aunque, eso sí antes de que viniese Gabriela porque tampoco quería que la ayudase, me decía que para eso tenía a sus profesores, que yo no le explicaba bien a la niña y que al final acabaría liándola más déjala mejor, ya me ocupo yo.
Algo que verdaderamente se me quedó grabado fue un día, poco antes de ingresar aquí, que fui a recoger a mi pequeña al colegio, hacía calor y le compré un helado. Se puso muy contenta y me dio un abrazo. Le brillaban mucho más de lo normal los ojitos y sólo por verla así merecía comprarle todos los helados del mundo. Le dije a Gabriela que no fuese porque a mí me pillaba de paso, pero aún así se presentó allí hecha una fiera diciéndome que yo lo que tenía que hacer era ir a casa y hacer las maletas, me reprochó que no le tenía que haber comprado nada a la niña, que para eso estaba ella que sabía lo que Carmelilla tenía y no que comer.
Jamás me he sentido tan culpable como aquella vez cuando a mi pequeña criatura le asomaron unas tímidas y discretas lágrimas por algo que yo había empezado. Maldita sea, soy un inútil, no nada hago nada bien.
Ahora estoy aquí, sin encontrar respuestas, mi confidente, que es la psiquiatra dice que está ante un caso muy complejo pero que no me preocupe que con el tiempo sabremos todo lo que ahora parece tan oscuro. Yo intento no perder la esperanza aunque, el hecho de poder ver a mis hijos sólo dos veces al mes y menos de tres horas, hace que pierda ánimos en ocasiones. La psiquiatra me pregunta, me escucha, me hace hablar aún cuando no me apetece, me hace pensar pero ninguno llegamos a nada.
Bonito relato... me ha gustado mucho como has reflejado el sentimiento del protagonista. Congratulations ;)
Escrito por Manu a las 10 de Marzo 2005 a las 09:41 PM