27 de Junio 2005

Relato - Labrando un trozo de alma.


Un desagradable chirrido acompañó al movimiento de las oxidadas bisagras de hierro. Tras la carcomida puerta de fresno una caótica habitación de pequeño tamaño donde las estanterías -presentes en todas las paredes- rebosaban de pequeños trozos de metal a medio labrar o de papeles manuscritos con esbozos de próximos trabajos. La luz natural era inexistente, mostrando así la carencia de ventana u oquedad alguna. En una esquina iluminada con unas pocas velas se encontraba el viejo Craighton, trabajando sobre una cochambrosa mesa. Las marcas y quemaduras de sus manos indicaban los años de esfuerzo que le habían dejado casi ciego; aunque cuando tomaba en sus manos un trozo de metal y sus punzones, parecía discernir cualquier pequeño matiz en la oscuridad. La delgada figura del artesano era una muestra de que la comida en su plato no era abundante pues más de la mitad de los trabajos que realizaba eran peticiones que jamás llegaba a cobrar. Los nobles locales, quienes más solicitaban sus servicios solían ofrecerle seguridad como trueque por su destreza. Bien sabía él que de denegar esta oferta pronto todos los ladrones de la comarca estarían dando cuenta de él, y más pronto que tarde amanecería apuñalado sobre su banqueta. Él era propiedad de la aristocracia local y por lo tanto intocable.

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Hacía tan sólo una semana que el emisario del Duque de Eastwindtown había llegado por allí con un encargo. El noble requería un crucifijo como ofrenda al Baron de Uddester por el futuro enlace de sus hijos. La leyenda precedía la obra de Craighton, que recibía encargos desde todo el reino. Tan pronto como partió el mensajero el inglés se puso a esbozar con un carbón de los muertos rescoldos de la chimenea. Decenas de diseños desecho el maestro antes de decantarse por uno que le tuvo atado a la labor día y noche casi sin descanso. El mismo calentaba al fuego piezas de metal bruto para aumentar su ductilidad o fundía bastos trozos para asentarlos en moldes rectangulares o cúbicos que facilitasen su tarea. Unos gruesos guantes de cuero eran su protección para evitar lesiones o ampollas, aunque no solía usarlos porque le restaban tacto; y como él decía: el arte no es bueno cuando se ve bonito, sino cuando se siente bello. Una vez tuvo un taco base sobre el que empezar su labor, comenzó a tallarlo con varios cinceles de distintos tamaños para conseguir una primera aproximación. Una noche y día pasó hasta conseguir una forma que le gustase. Los punzones eran la herramienta que le permitían conseguir ese grado de detalle que le habían condenado a la fama; podía pasar horas y horas centrado en apuntalar el más mínimo detalle. Los días habían pasado casi sin darse cuenta y aún faltaban muchos detalles para terminar, así que la última noche tendría que pasarla en vela acabando el trabajo. Las limas tomaban ahora protagonismo, concediéndole un acabado mucho más limpio y apurado después de severas horas de minucioso trabajo. Casi para finalizar, el crucifijo era pulido en una bolsa de cuero con arena muy caliente, donde se amasaba meticulosamente con suma delicadeza. Por último había que engarzar las piedras preciosas, cosa que para Creigthon era lo más sencillo de su trabajo, siendo sus dotes de lapidario de sobra conocidas.

El séptimo día, tras cumplirse el plazo acordado, el emisario se presentó en el hogar del artesano anunciando la llegada del Duque. El orfebre esperaba nervioso, como siempre que tenía algún aristócrata que venía a recoger su encargo en persona. La tensión le hizo olvidarse del sueño, que podía esperar un rato más. Bien conocía su posible destino futuro si sus labores no eran del agrado del noble. El Duque se acercó a la casa observado por todo el pueblo que esperaba a su alrededor rogando concesiones o alabando -falsamente- su benevolencia. El murmullo del exterior inundaba la pequeña habitación en la que el maltrecho artesano esperaba. La ofrenda iba envuelta en un paño de lana negro. El Duque recibió el encargo con una reverencia del orfebre y lo abrió para contemplar la preciosa cruz latina de dos palmos de alto que, el mismo Papa hubiese querido para el Vaticano. Un crucifijo de plata grabada con filigranas, recargado con remates y ornamentos de oro y con cinco rubíes engarzados: uno en cada extremo de las astas y el más grande en el cruce de las mismas. El noble mostró una amplia sonrisa.
- Un trabajo magnífico, artesano. Lo mejor que jamás me hayas dado sin ninguna duda, Gregthon -declaró el Duque.
- Me alegro de que os guste, mi señor. -repuso Craigthon, sin corregir el error en la pronunciación de su nombre.

Los ojos del orfebre se humedecieron cuando vio alejarse su obra; cada una de ellas era como un hijo, como un trozo de su alma. No hubo para más. El Duque se marchó satisfecho, dejando unas pocas monedas de oro que ni de lejos se acercaban al valor real de la cruz; aunque esa era la rutina del artesano. Ahora solo esperaba poder descansar.

Escrito por MäK a las 27 de Junio 2005 a las 11:54 PM
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