Lamento el escaso goteo de post del las ultimas semanas pero es que me es totalmente imposible hacer mas. Incluso empiezo a escribir cosas que por falta de tiempo no termino y para cuando lo hago quedan desfasadas (en el caso de comentarios de actualidad y eso...). Os dejo por ahora con un buen microrelato obra de Jean Cocteau (no confundir con Cousteau :P).
Relato - El Gesto de la Muerte
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.
FIN
Suena el despertador cuando el Sol aún no asoma por el horizonte. Cada mañana lo mismo. No soy nada perezoso, al revés, pero sin un buen lavado de cara no soy yo mismo. Me pongo el chandal y las zapatillas, cojo el mp3, las llaves y salgo de casa. Tras el umbral de mi portal la ciudad despierta. En el silencio del amanecer se puede oír perfectamente el estrepitoso resonar de las alarmas de la gente que se levanta para ir al trabajo o a clase.
El cielo se debate entre un celeste apagado y un gris cansado; incluso él parece sucumbir a la pereza. A mí me encanta despertar y ver un nuevo día; hasta me levanto de muy buen humor. Lo primero que hago es salir a correr un poco. Soy un tipo sano. Siempre voy al parque. Me encanta correr por allí, sobre la hierba, por los caminos de tierra y bajo los árboles. Los pájaros canturrean alegremente y es lo más parecido a la verdadera naturaleza que tenemos en la ciudad.
En realidad no sé porqué siempre me ponía a escuchar música si en el fondo me gustaba el ruido de la ciudad. Supongo que me ayudaba a aislarme, a alejarme de la rutina y de los problemas. Ahora, ya todo era diferente. Cogía el mp3 por rutina, por si me apetecía aislarme, pero ya nunca lo hacía. No desde que había descubierto a la gente que había en la ciudad; o mejor dicho a las personas.
Cada mañana veía a un inmigrante que salía a toda prisa hacia la parada del bus, seguro que si lo perdía no llegaba a tiempo al trabajo. Casi podía imaginar su historia: había llegado en patera y había encontrado un trabajo durísimo y sin contrato donde posiblemente le pagasen una miseria. Aun así él se esforzaba tanto como podía para poder mandar algo de dinero a su familia. Vivía en una casa diminuta con otros ocho compañeros de piso y apenas tenía para comer, pero incluso así cada día daba las gracias a Dios por darle esta oportunidad.
Luego estaba esa chica que siempre esperaba a un coche en la puerta de su casa. Aquel otro hombre que cogía el coche tan temprano para evitar los atascos; y otras muchas historias escondidas tras personas hasta llegar al parque. Allí me llamaba la atención un chico que cada día paseaba a su perro. Él podría tener unos dieciséis años y el perro era ya viejo. Un boxer precioso. Me llamaba la atención lo mal que trataba el chico a Tim -que así era como llamaba al perro cuando no le decía 'chucho' o algo peor- y del modo tan noble en que éste le correspondía. Seguro que había sido un regalo cuando él era sólo un crío y el animal un adorable cachorro que cabía en la palma de la mano. Ahora era una obligación y una responsabilidad que el día menos pensado acabaría perdido en un arcén. No sé si me daba más lástima el perro o el chico.
De todos modos ninguno de ellos era quien más me llamaba la atención. Había una anciana que era la que más me sorprendía. Cada mañana estaba sentada en el mismo banco, por muy temprano que fuese. No importaba si hacía frío, calor, llovía o nevaba. Ella siempre estaba allí mirando a un punto en el vacío y llorando. Se notaba que era sentido. Lloraba en completo silencio y ni siquiera se molestaba en limpiarse las lágrimas. Traté de darle una historia, un porqué a sus lágrimas pero nada se me ocurría. Durante varias semanas la observé en mis paseos sin atreverme a decirle nada hasta que un día sentí la necesidad de ofrecerle mi compañía, de escucharla y consolarla.
- Hola, buenos días. ¿Se encuentra bien?
- Buenos días, joven -me respondió ella algo extrañada por mi irrupción en su trascendental quehacer.
- ¿Le importa que me siente?
- El banco es de todos, siéntese si quiere.
- Perdóneme, pero es que cada día salgo a correr y la veo ahí sentada y... ¿Por qué llora? -tan pronto como pronuncié mis palabras me di cuenta de la impertinencia de las mismas pero por alguna extraña razón tenía la necesidad de ayudarla.
- Que, ¿por qué lloro? Ja! -no sé si por lo sarcástico de su tono o por compaginarlo con las lágrimas en su rostro me sorprendí con la respuesta- Cada día mueren miles de personas de hambre y otras miles de sida u otras enfermedades. Hay gente que no tiene para comer. Se explotan niños en trabajos, se les obliga a prostituirse y otros son violados. Nuestros líderes están tan locos que van a una guerra a matar civiles por beneficios económicos y algunos fanáticos se inmolan o mandan a sus hijos a hacerlo para matar gente por unos ideales. Se comercia con un veneno mortal, el tabaco, que acaba con millones de vidas al año porque da mucho dinero y... Bueno y muchas otras cosas. ¿Y tú me lo preguntas?
No supe qué responderle, sentía cómo la boca se me secaba dejando a la angustia correr por mis venas.
- Dime hijo -volvió a decirme- ¿Por qué no lloras tú?
Eso, ¿por qué no lloro yo?
Un desagradable chirrido acompañó al movimiento de las oxidadas bisagras de hierro. Tras la carcomida puerta de fresno una caótica habitación de pequeño tamaño donde las estanterías -presentes en todas las paredes- rebosaban de pequeños trozos de metal a medio labrar o de papeles manuscritos con esbozos de próximos trabajos. La luz natural era inexistente, mostrando así la carencia de ventana u oquedad alguna. En una esquina iluminada con unas pocas velas se encontraba el viejo Craighton, trabajando sobre una cochambrosa mesa. Las marcas y quemaduras de sus manos indicaban los años de esfuerzo que le habían dejado casi ciego; aunque cuando tomaba en sus manos un trozo de metal y sus punzones, parecía discernir cualquier pequeño matiz en la oscuridad. La delgada figura del artesano era una muestra de que la comida en su plato no era abundante pues más de la mitad de los trabajos que realizaba eran peticiones que jamás llegaba a cobrar. Los nobles locales, quienes más solicitaban sus servicios solían ofrecerle seguridad como trueque por su destreza. Bien sabía él que de denegar esta oferta pronto todos los ladrones de la comarca estarían dando cuenta de él, y más pronto que tarde amanecería apuñalado sobre su banqueta. Él era propiedad de la aristocracia local y por lo tanto intocable.
Hacía tan sólo una semana que el emisario del Duque de Eastwindtown había llegado por allí con un encargo. El noble requería un crucifijo como ofrenda al Baron de Uddester por el futuro enlace de sus hijos. La leyenda precedía la obra de Craighton, que recibía encargos desde todo el reino. Tan pronto como partió el mensajero el inglés se puso a esbozar con un carbón de los muertos rescoldos de la chimenea. Decenas de diseños desecho el maestro antes de decantarse por uno que le tuvo atado a la labor día y noche casi sin descanso. El mismo calentaba al fuego piezas de metal bruto para aumentar su ductilidad o fundía bastos trozos para asentarlos en moldes rectangulares o cúbicos que facilitasen su tarea. Unos gruesos guantes de cuero eran su protección para evitar lesiones o ampollas, aunque no solía usarlos porque le restaban tacto; y como él decía: el arte no es bueno cuando se ve bonito, sino cuando se siente bello. Una vez tuvo un taco base sobre el que empezar su labor, comenzó a tallarlo con varios cinceles de distintos tamaños para conseguir una primera aproximación. Una noche y día pasó hasta conseguir una forma que le gustase. Los punzones eran la herramienta que le permitían conseguir ese grado de detalle que le habían condenado a la fama; podía pasar horas y horas centrado en apuntalar el más mínimo detalle. Los días habían pasado casi sin darse cuenta y aún faltaban muchos detalles para terminar, así que la última noche tendría que pasarla en vela acabando el trabajo. Las limas tomaban ahora protagonismo, concediéndole un acabado mucho más limpio y apurado después de severas horas de minucioso trabajo. Casi para finalizar, el crucifijo era pulido en una bolsa de cuero con arena muy caliente, donde se amasaba meticulosamente con suma delicadeza. Por último había que engarzar las piedras preciosas, cosa que para Creigthon era lo más sencillo de su trabajo, siendo sus dotes de lapidario de sobra conocidas.
El séptimo día, tras cumplirse el plazo acordado, el emisario se presentó en el hogar del artesano anunciando la llegada del Duque. El orfebre esperaba nervioso, como siempre que tenía algún aristócrata que venía a recoger su encargo en persona. La tensión le hizo olvidarse del sueño, que podía esperar un rato más. Bien conocía su posible destino futuro si sus labores no eran del agrado del noble. El Duque se acercó a la casa observado por todo el pueblo que esperaba a su alrededor rogando concesiones o alabando -falsamente- su benevolencia. El murmullo del exterior inundaba la pequeña habitación en la que el maltrecho artesano esperaba. La ofrenda iba envuelta en un paño de lana negro. El Duque recibió el encargo con una reverencia del orfebre y lo abrió para contemplar la preciosa cruz latina de dos palmos de alto que, el mismo Papa hubiese querido para el Vaticano. Un crucifijo de plata grabada con filigranas, recargado con remates y ornamentos de oro y con cinco rubíes engarzados: uno en cada extremo de las astas y el más grande en el cruce de las mismas. El noble mostró una amplia sonrisa.
- Un trabajo magnífico, artesano. Lo mejor que jamás me hayas dado sin ninguna duda, Gregthon -declaró el Duque.
- Me alegro de que os guste, mi señor. -repuso Craigthon, sin corregir el error en la pronunciación de su nombre.
Los ojos del orfebre se humedecieron cuando vio alejarse su obra; cada una de ellas era como un hijo, como un trozo de su alma. No hubo para más. El Duque se marchó satisfecho, dejando unas pocas monedas de oro que ni de lejos se acercaban al valor real de la cruz; aunque esa era la rutina del artesano. Ahora solo esperaba poder descansar.
Trató de no mirar a ningún sitio. Él ya no veía un reloj, sino un mecanismo de engranajes estructuralmente complicado pero de funcionamiento simple. Su mente había dejado de ser humana.
Empezó un día feliz en el que comenzó a analizar por qué era feliz, qué era la felicidad, cómo transcurría y hasta cuando. Ya no pudo volver a sentirla; la había matado con su disección. Las personas se convirtieron para él en un sistema de tejidos movidos por reacciones eléctricas y hormonales. Ese día las emociones quedaron desterradas para siempre.
Poco tiempo después se hizo consciente de su propio cambio, y entendió que era muy simple: sencillamente su escala había cambiado. Ya no miraba las cosas como unos ojos humanos, sino como un microscopio. Desde entonces pasaba sus horas libres con los ojos cerrados, tratando de no mirar nada para no pensar.
Aquel día iba a ser distinto. Tenía que hacer algo.
Había entendido cosas que no se debían entender y había pensado en cosas en las que no se debe pensar. Y comprendió que todo lo que sentía se veía filtrado a través del cruel escrutinio de sus ojos; y los odió. Harto de su propio engaño, supo que solo había un camino posible.
Se despertó aturdido y aun bajo los efectos de las drogas y los calmantes. Más libre. Durante unos instantes dudó acerca de lo que había hecho. Sus manos se deslizaron temblorosas y dubitativas hacia su rostro, donde encontraron dos pozos de oscuridad sangrante. Sobre el lavabo teñido carmesí, los dos ojos de mirada perdida parecían añorar algo que diseccionar con la vista. Junto a ellos una cucharilla de café y unas tijeras.
No fue suficiente. Seguía desmoronando cada cosa hasta unidades exactas y frías como la dura realidad. Se había convertido en un ser incapaz de sentir el calor del roce humano; tan solo un trasvase de energía térmica a traves de una superficie orgánica y porosa. Rendido ante su causa, giró 180º para enfrentarse a sus propios miedos e interrogantes. Optó por continuar cuestionando cada mínima cosa para llegar a una última verdad inamovible: la ignorancia es felicidad y el conocimiento la causa del sufrimiento. Aun había más preguntas que hacerse y responder; hasta que encontró la que siempre había estado buscando:
¿Cuál es la finalidad del ser humano? ¿Para qué vive? Única y exclusivamente para morir.
Ahora más que nunca, irónicamente, vio todo claro. Solo se nace para morir. Sin más.
Cuando se puso en pie no había un ápice de duda en sus pensamientos. Su paso era firme y sereno. Caminó hacia la ventana y se dejó caer. Como si lo hubiese visto: doce pisos; más de cuarenta metros de caida libre con una aceleración de casi diez metros por segundo cuadrado durante unos tres segundos de interminable vuelo para impactar contra el suelo a cien kilometros por hora y esparcir los sesos por el asfalto.
Sono el timbre del recreo instantes antes de que todo el patio se abarrotase de niños deseosos de un rato para jugar. Risas, gritos y el llanto de algun que otro crio cargaban el aire. El joven director, Don Tomas, paseaba de un lado a otro cuidando de que nada malo pudiese suceder; prestando especial atencion a las riñas entre los niños de quinto curso y los de cuarto. Los chicos jugaban al balon, al trompo o a "mosca", mientras que las chicas jugaban al conejo de la suerte con algun insensato o hablaban de los niños.
Minutos despues sono el timbre nuevamente.
Junto a unos grandes almacenes, un viejo de mirada torcida recordaba con nostalgia lo vacia que estaba su vida sin el colegio que antaño ocupase aquel terreno. Una lagrima resbalo por la arrugada mejilla de Don Tomas.
- Con la venia, señoría.
El abogado empezó a desgranar su alegato tranquilamente, sin mucha prisa. Sabía que era un caso ganado desde su inicio y no le preocupaba profesionalmente demasiado. En ese momento escuchó un leve zumbido cerca de su oreja que le distrajo; se quedó totalmente congelado, sin palabras. Carraspeó y trató de matar al mosquito, a la mosca, al insecto que fuera que le estaba fastidiando un trabajo fácil. Su cliente lo miraba con horror; la acusación, con sorpresa y algo de risa contenida. El juez, circunspecto, le pidió que continuara; sintió entonces dos, tres, cuatro zumbidos más.
- Disculpe, señoría. Hay... Hay tantos que...
- ¿Tantos qué? ¿De qué diablos habla, letrado? -preguntó inquisitivo el Juez.
El abogado entonces se volvió mirando por toda la sala, todos lo miraban a él y nadie parecía escuchar las decenas de zumbidosque el oía. Percibió entonces como el ruido iba decreciendo de intensidad en tanto lo sentía más próximo hasta que finalmente se fue centrando en su cliente. Vio pues como una treintena de moscas y algunas cucarachas luchaban por hacerse hueco en los ropajes del mismo. Sudando comprendió que nadie más lo veía. Su cliente le sonrió cínicamente mirandole a los ojos sin pestañear. Supó entonces lo que era sentirse el abogado del diablo.
Cientos de millones de personas de todo el mundo permanecían ahora atentas al Televisor. Unos lloraban de pena y otros de miedo. Algunos simplemente aguardaban, inmoviles, atentos a cada nueva imagen o cada nuevo comentario; y todo había sido por mí. Todo fue por Él.
Los preparativos empezaron hace algo más de tres años, aunque mucho tiempo antes se habían comenzado a organizar las cosas. Ya aquel día cambiamos el mundo y hoy volví a hacerlo. Nada volvería a ser como antes.
Me asomé a la ventana de mi apartamento desde donde podía verles: miles de personas, de diferentes nacionalidades y creencias, permanecían unidas, rogando a sus dioses y rezando. El cielo estaba oscuro y la Luna me miraba de soslayo. No pude mantener su mirada y volví a mi dormitorio dejandome caer en la cama. Antes de dormir debía rezar. Me descalcé y postré mi debil cuerpo en el frío suelo de azulejos pidiendo determinación y valentía. No esperé ni un minuto tras terminar para acostarme y dormir. Soñé con mi tierra, mi hogar y la familia que tiempo atrás había dejado.
Un buen rato llevaba en vela cuando el despertador sonó arrastrándome fuera de mi ensimismamiento. El Sol no se atrevía a asomarse y el cielo permanecía tan apagado como cuando lo dejé. Un susurro entraba a través de la persiana rogando una clemencia que no pude ofrecer. Nada más levantarme volví a arrodillarme en el suelo, y recé de nuevo, una última vez. Al acabar tomé una ducha rápida y me arreglé. El pelo corto y bien peinado. La barba perfectamente perfilada. Unos vaqueros, un polo y un abrigo de pana vistieron mi desnuda piel. Me calcé unos zapatos y cogí la mochila de acampada, con su saco de dormir y todo. Estaba a punto de amanecer y las calles de Roma no dormían, todos caminaban en una misma dirección.
Minutos después caminaba por la Via della Conciliazione como uno más. Iba a despedirme, como todos; de todos. La capital estaba sitiada, el ejército y los carabinieri tomaban las avenidas romanas, así como colaboraban con la guardia suiza en el perímetro del Vaticano. Por encima de todo, confiaban en su dios. Antes de llegar a la abarrotada Plaza de San Pedro, algunos militares registraban a todo aquel que querían; en esta ocasión a un grupo de africanos. El mundo occidental seguía ciego tras la venda de sus prejuicios. Sin problema alguno pude llegar a la plaza. El Sol, aparecía tímidamente por el horizonte; tal vez intentando negarse a alumbrar el día.
Eran las ocho de la mañana cuando empezaron a llegar caminando por un paso a través de la multitud los primeros altos cargos: el presidente de la república, Carlo Azeglio Ciampi, con el primer ministro, Silvio Berlusconi. Estos avanzaron hasta donde se encontraban los miembros del Colegio Cardenalicio; una amplia zona delimitada por vallas donde se situarían todos los asistentes "importantes". ¿No eran todos iguales ante los ojos de su dios?
El ritmo de llegadas comenzó a incrementarse del mismo modo en que yo me abría paso hasta la zona en la que se oficiarían los actos: un recinto vallado situado entre el centro de la plaza y la entrada a la Basílica de San Pedro. Junto a esta zona de oficios se encontraba la de los altos cargos. Uno de los cardenales dirigía una oración ante la plaza cuando al fin llegué a estar bastante cerca. Miré al cielo que estaba despejado e inmaculado. Podía parecer que hasta las aves querían respetar este acto, aunque en realidad había dieciocho cazas en formación de a seis custodiando la inviolavilidad del espacio aéreo romano.
Antes de las diez de la mañana ya habían llegado todos: miembros de casas reales, jefes de estado, representantes de otras religiones y algunos otros invitados de gran relevancia. Tan solo se esperaron un par de minutos hasta que empezaron los funerales por el difunto Papa. El cuerpo inerte fue trasladado entonces al exterior de la basílica, hacia donde debía yacer hasta que terminase la celebración. Era curioso como algo a lo que ellos llamaban celebración les causaba tanta tristeza. Ellos afirmaban que les esperaba una vida mejor, en un paraiso en el que ya ni siquiera creían.
Miré el reloj y vi que se acercaba la hora. ¿Cómo eran tan osados? Reunir a todos los altos miembros de una iglesia que se pudría presa de su propia corrupción junto con los lideres de este mundo infecto era una invitación para nosotros, una osadía, un reto. Nos habían arrojado un guante que habiamos recojido. Si hubiesen hecho un poco más de caso a lo que ellos mismos proclamaban y predicaban tal vez esto no tendría que terminar así. Muy ilusos y prepotentes habían sido cuando esperaban un ataque aereo. Nos habían infravalorado y eso les saldría muy caro, demasiado.
Lo de hacía tres años en Nueva York había sido solo un aviso, un intento por reconducir la situación de este mundo que se muere o de esta Iglesia corrupta. Fue tan sencillo inculpar a los musulmanes como ofrecerles la posibilidad. Los extremistas islámicos son valientes y no temen a nada; estupidos. Ese pequeño sacrificio había sido un primer paso, aunque en direcciones muy opuestas para la sociedad y la fe. El número de creyentes había aumentado y también su fe, pero en una Iglesia que no tenía solución ni futuro. El mundo, sin mbargo, había ido a peor: hacia una mayor intolerancia. Por cada guerra de la que la humanidad se enteraba había treinta que acontecían en silencio. Por no hablar de las compañías farmacéuticas que permitían la muerte de miles de niños en "el tercer mundo" por unos míseros beneficios. Todo iba a cambiar y yo había sido el Elegido por Él.
Entonces algo me arrancó de mis pensamientos: un canto, un susurro, un llanto. Toda la plaza, e incluso los que permanecían en las calles próximas que no habían podido entrar, rezaban al unísono. Todos suplicaban, rogaban y oraban con una melancolía y serenidad en la voz que me perdí en su cantar. Viaje por su oración hasta que encontré Su voz. Pude sentir la llamada de su Dios en ese instante. Mi corazón se detuvo, mi piel se erizó y un escalofrío me recorió muy lentamente de los pies a la cabeza. Fue como si Él rozase mi alma con sus dedos. Me pidió que recapacitase, que pensase en lo que estaba a punto de hacer, que desistiese. Le vi; pulcro, bañado en luz y fuente de ella. No supe si fue mi Dios o su dios.
En ese mismo instante se hizo el silencio. Todos cesaron en su rezo y aquella visión que se había echo más fuerte desapareció. Sentí Su Mensaje y comprendí lo que hube de hacer. Él, Todos, El Único, era mi Dios; esa no era Su Iglesia. Introduje la mano en mi bolsillo y pulsé el botón. Una gran explosión que se inició con mi volatilización dio lugar a un destello purificador que arrasaría con toda la plaza y parte de sus alrededores.
Hágase la luz.
Recuerdo todavía el día de mi muerte. Será un jueves de aguacero, de esos en los que el invierno llega para quedarse. En París la noche acabará de nacer, y yo llegaré a casa y repetiré la habitual rutina: cargaré la pipa y cebaré el mate, y entre vaharadas de humo verde abriré un libro de César Vallejo.
A mi paso cayeron secas las hojas de los arboles, marchitaron sus flores y perecieron sus frutos.
Ya imagino el día de mi resurrección. Fue un martes caluroso y soleado, de esos en los que el verano se fue para no volver.
Hacía ya dos semanas que se lo habían llevado. El 12 de Marzo.
Cuando parecía que todo se iba a arreglar, algo salió mal. Ellos ya nos habían avisado: "Nada de jueguecitos o no volverás a verle con vida". Dios sabe que yo haría lo que fuese por mi hijo pero para mi esposo era un asunto personal, de honor. No era cuestión de negocios, era una vendetta. No había más. Así eran los entresijos de la mafia. Solo había una solución posible, mi marido, il capo Gianni Padovanno, a cambio de nuestro único hijo, Paolo. Ya pensaríamos algo para negociar su liberación.
El intercambio sería el pasado martes 22 en la Plaza Trento y el debía ir solo a las 11:20 de la mañana. Llegó allí con unos minutos de antelación y esperó paseando por la zona. A la hora exacta una furgoneta de repartos que pasaba junto a él se detuvo abriendo una puerta lateral de la que bajó un fornido matón que le intentó arrastar al interior. El sonido hueco de un tiro desató los acontecimientos. Uno de nuestros hombres disparó su Beretta con silenciador y el matón cayó dejando libre a mi marido. La furgoneta aceleró en un intento de huida pero uno de nuestros coches se cruzó, interrumpiendo su fuga y provocando un accidente en el, ya de por sí caotico, tráfico napolitano. Las ordenes de Gianni eran claras: "Los quiero vivos". Parece que ellos empezaron pero fueron nuestros hombres, Marco y Francesco, quienes les hirieron de muerte. Allí mismo se comprobó que habían fallecido; mi propio esposo, rebosante de ira, caminó hacia ellos, le quitó la Glisenti* a Marco y disparó al pecho a Francesco primero y al propio Marco después. El altercado en la plaza era monumental, la gente corría despavorida u observaba curiosa desde alguna esquina o ventana. Gianni caminó hasta su Audi, aparcado calle abajo, y volvió a casa. Antes de que la policía pudiese llegar -retrasada por un "desafortunado" accidente de autobús- nuestros hombres recogieron los cuerpos y se llevaron los vehiculos. Mi marido y yo estabamos abatidos. Todo salió mal.
Esa misma noche recibimos una llamada. El niño estaba bien pero habría una última oportunidad, solo una. Esta vez yo misma me encargaría de que ninguno de nuestros hombres supiese nada. Tres interminables días se sucedieron hasta que el siguiente sabado se nos avisó con un lugar y una hora: esta noche a las 2:05 delante del Palazzo Reale.
Pasada la una de la madrugada salimos de casa en coche. Solo nosotros dos, tal y como nos habían ordenado. En algo más de veinte minutos llegamos a la zona y aparcamos el coche. Gianni dejó su arma en la guantera y permanecimos allí hasta las menos cuarto. Salimos del coche y caminamos unos minutos hasta la plaza del Palazzo. A las 1:53 llegamos y esperamos en pie atentos a cada movimiento del reloj. Teníamos los nervios a flor de piel y yo aguantaba mis lágrimas al pensar que era posible que perdiese a Gianni. Siete minutos después comenzó a sonar el reloj de palacio.
La primera campanada supuso un pequeño sobresalto. Mis manos comenzaron a sudar temerosas. La mujer fría y calculadora había desaparecido en mí, donde ahora solo quedaba una madre desesperada.
La segunda campanada no fue sino un llamamiento a estar atento a cualquier detalle. Ahora si estabamos solos en la hora de la verdad.
Durante el siguiente segundo el tiempo pareció perder su significado. Creí ver un minúsculo destello por el ángulo del ojo. Entonces pude comprenderlo todo. Al burlesco estilo napolitano. Esto no era sino la crónica de una muerte anunciada. No hubo posible negociación y jamás la habría. El susurro de una bala cortando el aire congeló mi corazón. Supe que no volvería a ver a mi hijo. Una ruidosa y forzada exhalación es el último recuerdo de mi esposo. Cayó al suelo con el cráneo atravesado. Hoy era el equinoccio.
Una tercera campanada retumbó -más sonoramente- entonces devolviendo la fluidez del tiempo. Vendetta.
*Glisenti M.1910: Pistola semiautomática italiana de la primera mitad del siglo XX y que llegó a usarse en la II Guerra Mundial. Actualmente está desbancada por la, también italiana, Beretta.
Metió un CD en la radio del coche, arrancó el motor y echó a andar. Conducía tranquilo, silbando y tarareando las canciones; al llegar los estribillos se permitía cantar a voz en grito, seguro como estaba de que nadie podía oírle a 120 kilómetros por hora.
Cuando llegó al semáforo actuó muy rápido. Se quitó el cinturón de seguridad y echó hacia atrás el asiento en sólo 1 segundo. Encontrar el doble fondo del techo y abrirlo le llevó otros 2 segundos. Cargar 6 balas, 5 segundos. Aún le sobraban 2; los utilizó para apagar la radio y las luces. No quería quedarse sin batería. Entonces abrió la puerta, salió a la calle y enarboló la pistola.
Unos instantes después entró ella como cada mañana; sin sospechar nada. Pidió su café y sus tostadas que el camarero inmediatamente entregó sin mediar palabra. Ella caminó hasta su silla extrañada por el silencio que reinaba. Todos la miraban con cierta aspereza en el rostro.
Silencio. La quietud empezaba a incordiarla bastante cuando él comenzó a cantar:
"Anoche no dormí hasta entrada la madrugada
y tengo por delante diez horas de oficina.
Entonces ¿qué demonios provoca esta sonrisa
a las siete trenita y cinco de la mañana?
Será el café, será la tostada, será la mantequilla o será la mermelada..."
No es que plagie a Vigalondo, es que le quise homenajear. Yo debia terminar el relato (partia de los dos primeros parrafos cortesia de Santo) en menos de 10 lineas y eso fue lo que quedo. Proximamente nuevas entregas...
El despertador suena estridentemente y me sobresalta como cada mañana. Sin abrir aun los ojos palpo sobre la mesita de noche y lo apago. 5 minutos mas.
Abro los ojos. 7:05. Mierda, ya no llego. Bueno, a ver si me doy prisa... En pie de un salto. ¿Con que pie me he levantado hoy? Voy al baño y me cruzo con mi padre saludandole con un leve "Buenos dias". En cinco minutos estoy duchado y vistiendome. Jersey de lana, abrigo y bufanda. Mi padre se despide antes de ir al trabajo como cada dia. Echo los libros y la carpeta a la mochila y me la echo a los hombros. Salgo de casa con cuidado de no despertar a mama al cerar la puerta. Llamo al ascensor. Dentro esta Jose, unos de mis vecinos que tambien va tarde. Dejamos atras el ascensor y salimos a la calle. Hace frio. Me calzo mi gorro de lana y me pongo unos de los auriculares. Jose y yo caminamos juntos.
- Voy a parar a comprar algo que no he desayunado -dije
- Venga te espero
- No, sigue tu que no llegamos. Ahora te cojo.
Espere un poco de cola en el kiosko, compre unos donuts y un paquete de "Chester". Reanude la marcha con paso ligero, eran mas de las 7:20. Encendi un cigarrillo y ande rapido, casi corriendo. Estaba entrando en la estacion cuando escuche llegar al tren. Tire la colilla a medio fumar y casi vole por las escaleras. Al llegar al anden las puertas se empezaban a cerrar. Corri para entrar pero no dio tiempo. Golpee las puertas pidiendo que me abriesen y al otro lado un tio me miro indiferente. Joder, que cabron. Podia haber abierto las puertas perfectamente. El tren tarda unos segundos en arrancar. Que cabron. Ahora tendre que esperar al siguiente.
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Aun es temprano. 7:05. Espero sentado en un banco en la calle dandole los ultimos retoques a la carta que enviare a mi mujer y rezo una vez mas. 7:15. No quiero llegar tarde, tengo algo que hacer. Cojo mis cosas y camino hacia un buzon para echar una carta. Hago una corta llamada desde el movil y continuo mi camino. Llego a la estacion, pago mi billete y voy al casi desierto anden. Espero impaciente el tren. Veo como la gente empieza a llegar, muchos jovenes que iran a clase, tambien gente camino del trabajo e incluso alguna que otra madre con su hijo. El tren llega puntual, como casi cada mañana. Espero a que la gente vaya entrando y cedo el paso a una joven que me lo agradece con una escueta sonrisa. Monto el ultimo y espero junto a la puerta a que se cierre. Un chico llega corriendo. Demasiado tarde para ti. Golpea la puerta pidiendo que le abra. Otro dia tal vez. El tren no esta ni mucho menos lleno, aunque si hay bastante gente. Paseo a lo largo del tren, observo a sus pasajeros que siguen como zombis esta rutina. Antes de llegar a la siguiente parada tomo asiento junto a una de las puertas y dejo mi equipaje en el suelo. Veo a la gente entrar y me pregunto si verdaderamente estare haciendo lo correcto. Miro a dos niños de unos ocho años jugar frente a mi y recuerdo a mi hermano y mi hijo muerto y contengo las lagrimas. Lagrimas de impotencia, de tristeza, de miedo; pero sobre todo de ira, de venganza y de odio. Pido a mi Dios que me de fuerza y entereza para cumplir mi fin. Rezo, rezo a mi Dios para que me haga valiente. Le pido que cuide de mi esposa, de mi hija y de mi hijo. Pido que le de fuerza a mi hijo para cuidar de su familia y valor para vengar la muerte de su hermano cuando llegue el momento. La pelota de uno de los niños cae a mis pies, la recojo y se la doy. El la coge y me sonrie y flaqueo. Por un momento... No, recuerdo a mi hijo desangrandose en brazos de su madre. Me pongo en pie y bajo en la siguiente parada. No hay marcha atras.
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Venga niños que llegamos tarde. 7:23. Javi, dale la mano a tu hermano. Llega el tren y montamos. Esta bastante lleno, como cada mañana. Busco un asiento con algo de espacio para los niños. Finalmente me siento junto a una puerta ocupando dos asientos, uno para mi y otro para las mochilas de los niños. Ellos se sientan en el suelo y se ponen a jugar con una pequeña pelota de plastico. Pronto una de las pelotas se les cae a los pies de un hombre que se la devuelve amablemente.
- Javi, ¿que se dice? Disculpele, gracias.
Riño a mis hijos para que se esten quietos. Ademas el vagon esta ahora mas lleno de gente y los pueden pisar o algo.
Un matrimonio de ancianos suben en la siguiente parada y les ofrezco mis asientos. Me levanto y busco a ver si veo algun otro sitio. Tan pronto como nos acercamos a la siguiente parada un par de pasajeros se levantan y me apresuro a ocupar su lugar. 7:35.
- Mama, ¿Falta mucho?
- No hijo, 10 minutillos
¿Que ha pasado? No recuerdo nada. No veo nada. Dolor. Siento dolor, mucho, por todo el cuerpo. ¿Que pasa? ¡Javi, Pablo! Intento gritar pero mis labios no responden. Se mueven, pero no emiten sonido. No escucho nada, solo un pitido muy agudo.
¿Cuanto tiempo ha pasado? ¿Me he desmayado? Al fin veo algo. Hay mucho humo y polvo. Estoy tumbada en el suelo, recostada contra una pared. No puedo moverme. ¡Javi, Pablo! Sigo sin escuchar nada. A duras penas consigo mover el cuello unos pocos centimetros. Parece que hay sangre en el suelo. Dios mio, es mi sangre. Tengo algo clavado en el abdomen y heridas por todo el cuerpo. ¿Que demonios ha ocurrido? ¡Pablo, Javi! Entonces le veo. Tras un asiento, en el suelo asoma un brazo. Reconoceria esa manita en cualquier lugar. ¡Dios mio! ¡Pablo! ¡Pablo! ¿Por que a el? ¿Por que el? Dios mio, si no me pude despedir de el. No te lo lleves, por favor, a el no. Pablo, mi vida. ¡Pablo!
TERCERA PARTE
No soy un inútil, repítetelo en voz alta Jorge y vete haciendo a la idea de que esa frase va a ser una de las que más deben retumbar ahora en tu cabeza.
Durante todos estos meses casi no me he entregado a otros casos, siendo éste el núcleo de mi trabajo en este centro. Me has ayudado a descifrar el origen subyacente de tu adicción. Ahora intentaré ayudarte yo a ti, si quieres, puedes y me dejas.
Gabriela ha hecho de ti siempre lo que ha querido, lo que le ha venido bien, quizás a ella o a la familia, para que nos entendamos Jorge, te ha comido todo tu terreno; el de padre, esposo, amante
De una manera consciente o inconsciente a través de su temperamental carácter frente a tu vulnerable y frágil persona, ha ido ganando una batalla tras otra y a veces sin siquiera resistencia, hasta ser no sólo reina de su casa, sino de toda su familia.
Gabriela no contaba contigo para absolutamente nada y así tú ratificabas lo que ella misma te decía, que lo único que sabías hacer era traer dinero a casa. No dejaba que te ocupases de cosa alguna, te argumentaba que no sabías pero en realidad ni siquiera te daba la oportunidad de demostrarle que podía estar equivocada. Entonces, te refugiabas en la bebida sintiéndote rey en tu mundo de embriaguez, donde orgulloso y armado de valor utópico y perecedero, le soltabas a tu esposa todo lo que sentías, aunque fuese inservible.
Pero cuando aquel efecto te abandonaba volvías a aquella cueva donde eras esclavo de tu propio miedo a fracasar y de tu carácter quebradizo. El sumo amor que le tienes a tu esposa y la dependencia que la misma te hace sentir, agravan la situación y te impiden llegar a rebelarte, o mejor dicho, a dar tu versión de las cosas, que pueden coincidir o no con la de tu pareja. Te sentías aún peor, ya que te dabas cuenta de que ciertamente tenía razón ella: eras un inútil, incluso para expresarle el daño que te hacía al no pedirte opinión sobre nada.
Probablemente, Gabriela crea que lo que hace y como lo hace sea lo mejor para toda la familia; explicación que lo único que implanta en todos los miembros es un sentimiento de sumisión enorme, así vuelven a hacerse las cosas como ella ve oportuno. Tu esposa no te respeta Jorge, ni a los niños, no deja que hagáis lo que realmente queréis o necesitáis. Ahora los niños son pequeños pero, a medida que se vayan formando como persona, tendrán muchas cosas que reprochar, tanto a su madre por no haberle dejado vivir, como a su padre por no haberles defendido como merecían y quedarse impune ante tal situación de indignación para ellos.
Tienes que luchar por tus hijos Jorge, deberías al menos, ellos te necesitarán, tienen que ver la otra cara de la moneda; la de la libertad que también forma parte del aprendizaje humano. Exigirán la figura paterna. Eso si tienen carácter y quieren vivir en el sentido literal de la palabra. Puede ocurrir la posición opuesta, que sean clones de Gabriela, y de hecho, será lo más posible. La pequeña se refugia en ti ahora, pero cuando crezca puede que se apegue a su madre (la más fuerte) y te abandone poco a poco y casi sin darte cuenta, entonces pensarás que estás empezando a pagar el precio de no hacer sabido educar a tus hijos, cuando en realidad no es así, ha sido sólo el error de no poder educarlos. En cuanto a Marcos ya imita el rol de su madre.
Si es así, probablemente, dentro de unos años haya en este centro o en otro una esposa que no sabe ocuparse de su familia, y no es que no sepa, sino que no la dejará tu hijo. Se sentirá peor que tú porque es mujer y esta sociedad por mucho que quiera cambiar sigue teniendo arraigadas sus costumbres retrógradas.
Tú puedes evitar que otra familia por no hablar, no echarle valor y no poner cada cosa y persona en su sitio, fracase como la tuya Jorge. Gabriela nunca te ha dado la oportunidad de hacer las cosas y tú te has conformado sin luchar por lo que querías en el fondo. El precio es que te has perdido muchos momentos que a lo peor no tendrás la ocasión de vivirlos otra vez, al menos con Marcos y Carmelilla. Nunca le has podido dar de comer a tus hijos, pasear con ellos, llevarlos al colegio, enseñarles a vivir
para eso estaba Gabriela, para impedirte que disfrutaras de tus hijos, para no dejarte que vieses su día a día. Ahora, tu vida, la de tus hijos e incluso la de las parejas de tus hijos, está en tus manos. Debes elegir y empezar a tomar caminos que te llevarán o no a buen puerto.
Fue la sesión que mi psiquiatra habló sin lugar a dudas, mucho más tiempo que yo. No gesticulé en todo su discurso. Cuando acabó una sensación extraña me atravesó todo el cuerpo, nunca había sentido algo similar siquiera, era como si hubiese vomitado toda la ansiedad que llevaba consumiéndome durante largos años.
La situación nos contestaba con el silencio y yo cerré los ojos por fin sé por qué lo hacía pensé desahogado.
FIN
PS: Este relato no es mio (ni las anteriores partes) pero de todos modos quise compartirlo con vosotros.
SEGUNDA PARTE
¿Cuándo empezaste a hacerlo? me preguntó en aquella sesión. En realidad no lo sé. Cuando era joven tomaba las copas normales que podía tomar cualquier adolescente, pero fue dos años después de casarnos cuando Gabriela empezó a sufrir los primeros indicios de mi enfermedad. Con la llegada de Marcos, mi esposa y yo tuvimos, después de ésta, la crisis más fuerte de nuestro matrimonio. Aquella la superamos, tampoco sé qué será de ésta.
Estaba contento con mi trabajo y me gustaba disfrutar de mi familia. Marcos era un mico y no quería perderme ni una de sus hazañas y peripecias pueriles e irrepetibles.
Poco a poco Gabriela empezó a ocuparse absolutamente de todo, desde darle de comer a Marcos, hasta decirme qué combinación de ropa debía ponerme para ir con unas pintas decentes. Mi esposa administraba los gastos y ella misma me daba de mi propio sueldo el dinero que tenía para el mes. A veces me veía apurado y hablé con ella, le pareció una locura quitar dinero de la alimentación de sus hijos para pagar mis caprichos. No me dejó decirle más, yo tampoco insistí.
Gabriela era la reina de nuestro pequeño hogar. Yo sólo me dedicada a trabajar, que era lo único que se me daba bien y tenía que hacer; traer dinero a casa, de lo demás se ocuparía ella, así todo iría por buen camino y llegaría a buen puerto.
Yo me conformé con aquello sin reprochar nunca nada a Gabriela, al fin y al cabo, no tenía ni idea de llevar una casa. Pero su dominio llegó hasta tal punto que tres semanas después de quedarse embarazada de Carmelilla, me comentó como de pasada que había decidido aumentar la familia, que sería bueno para todos ahora que estábamos en un buen momento. Al principio lo acepté sin rechistar, quién mejor que ella para saber cuál era el mejor momento, pero hubo algo que no pude controlar. Cuando Gabriela se durmió, me pregunté qué significaba para mi esposa, iba a ser padre y ni siquiera pude elegirlo. Fui a la cocina, abrí el mueble y la vi, compartí con ella toda la noche.
Los años fueron pasando y yo cada día necesitaba más a menudo a mi compañera. Ella me aliviaba, con ella me desahogaba. En aquel mundo de evasión, mi persona se solidificaba llegando a revelar a Gabriela todo lo que no era capaz de decirle sobrio. Pero ella, con su temperamental carácter, conseguía dormirme a base de pastillas y aquellas palabras de agonía, que escupían mis entrañas sólo con el valor que mi compañera, casi inseparable, me ofrecía, quedaban en memoria olvidada.
Cuando ocurría aquello era obvio que al día siguiente no podía ir a trabajar, no tanto por la resaca como por el adormecimiento de las pastillas. Evidentemente, aquellas horas me la descontaban del sueldo y de este modo faltaba dinero para los gastos necesarios. Ése fue el detonante para que Gabriela me diera a elegir entre este centro o la calle. Ha sido la única vez que me ha dado libertad de elección. Ni siquiera eres un hombre para mantener a tu familia, cada día me avergüenzo más de ti, no tienes valor para dejarlo, se acabó me decía mi mujer hace dos semanas. Papá, ponte bueno, ve al médico, yo quiero jugar y si estás dormido no podemos me decía mi pequeña. Ella sí que fue mi luz para darme cuenta de que estaba a punto de caer en un abismo.
Desde entonces no los he vuelto a ver, los hecho mucho de menos. Me encantaría volver a ayudar a Carmelilla con sus deberes, aunque, eso sí antes de que viniese Gabriela porque tampoco quería que la ayudase, me decía que para eso tenía a sus profesores, que yo no le explicaba bien a la niña y que al final acabaría liándola más déjala mejor, ya me ocupo yo.
Algo que verdaderamente se me quedó grabado fue un día, poco antes de ingresar aquí, que fui a recoger a mi pequeña al colegio, hacía calor y le compré un helado. Se puso muy contenta y me dio un abrazo. Le brillaban mucho más de lo normal los ojitos y sólo por verla así merecía comprarle todos los helados del mundo. Le dije a Gabriela que no fuese porque a mí me pillaba de paso, pero aún así se presentó allí hecha una fiera diciéndome que yo lo que tenía que hacer era ir a casa y hacer las maletas, me reprochó que no le tenía que haber comprado nada a la niña, que para eso estaba ella que sabía lo que Carmelilla tenía y no que comer.
Jamás me he sentido tan culpable como aquella vez cuando a mi pequeña criatura le asomaron unas tímidas y discretas lágrimas por algo que yo había empezado. Maldita sea, soy un inútil, no nada hago nada bien.
Ahora estoy aquí, sin encontrar respuestas, mi confidente, que es la psiquiatra dice que está ante un caso muy complejo pero que no me preocupe que con el tiempo sabremos todo lo que ahora parece tan oscuro. Yo intento no perder la esperanza aunque, el hecho de poder ver a mis hijos sólo dos veces al mes y menos de tres horas, hace que pierda ánimos en ocasiones. La psiquiatra me pregunta, me escucha, me hace hablar aún cuando no me apetece, me hace pensar pero ninguno llegamos a nada.
PRIMERA PARTE
¿Por qué lo hago? Ni siquiera yo lo sé. Espera que le dé una contestación lógica para ayudarme pero
no sé qué decir.
La quiero, quiero a mi familia y sin ella no soy nada le digo a mi confidente luego por qué les haces esto me refuta y vuelvo a oír esas palabras que me retumban en la cabeza cada noche sin poder llegar a nada. Es como si fuese mi estimulante, mi vitamina; con ella me siento seguro, altivo, vital. Es otra persona la que me domina cuando ella me acompaña.
Pero por ella estoy aquí, sin pasar ni un sólo minuto que no me acuerde de mis pequeños; Marcos y Carmen o de mi esposa. Mi pequeña Carmelilla, como yo la llamo, entonces me mira, con su carita de ángel risueño e inocente; y me sonríe. Es preciosa, cuando era un bebé y dormía, podía estar horas y horas mirándola sin parpadear. Hay tanta dulzura en la mirada de mi hija que tengo miedo a que nunca me perdone. Si pudiese viviría toda una vida para protegerla solamente. Es precisamente cuando recuerdo a mi familia nostálgicamente, cuando más me asfixia la maldita pregunta a la que no encuentro respuesta.
Marcos se parece más a su madre, ya desde que era como su hermana le veía gestos y detalles característicos de Gabriela, y a medida que crece, se refuerza más su carácter maternal. Es tan terco como ella; cuando salía cualquier tema de conversación, él siempre tenía que llevar la razón, con o sin ella. Gabriela lo apoyaba siempre, era como si el hecho de discutir con Marcos, le ofendiese de algún modo. La verdad nunca lo entendía, pero desistí y acabé por no discutir, pensé que no merecía la pena.
Es un muchacho independiente, no necesita a nadie para hacer nada, con carácter, con mucho carácter. Al igual que Gabriela, toma las riendas de todo lo que se le ponga por delante quedando subordinado todo su alrededor. Días antes de ingresar en este centro, lo escuché decir a su hermana: déjame que ponga yo la mesa, tú no sabes yo no me atreví a decirle nada, aquello me resultó demasiado cercano. Carmelilla vino a mí y me pidió que jugara con ella.
Yo no sabía comprar, no sabía cocinar, no sabía educar a mis hijos, no sabía ocuparme de mi familia, ni siquiera sabía hacerle el amor a mi esposa como se merecía; sólo sabía hacer una cosa: beber.
Como cada viernes por la noche la rutina de salir me arrastraba. Todavía había poca gente por la plaza. Era muy temprano, apenas las once y media. El hecho de que el botellón estuviese prohibido no evitaba que cientos de jóvenes lo siguiésemos haciendo sin ninguna repercusión. Una botella de Cacique para cada dos o tres era la medida. Allí estábamos nosotros, producto de nuestra propia inercia, junto a un banco de piedra en torno a unas botellas y unos hielos. Aún faltaba por llegar uno de nuestros amigos, así que fuí a buscarle dando una vuelta por la zona. Entonces la vi. Nuestras miradas se cruzaron durante unos pocos segundos. Unos grandes ojos verdes que parecían atravesarme y llegar a acariciar mi alma. Sin más, desapareció. Busqué con la mirada y hasta pasé por la zona donde la vi, pero ya no estaba.
Finalmente pude encontrar a quien buscaba y volvimos con el resto, no sin cierta inquietud por mi parte. ¿Dónde se había metido? ¿quién era? La noche continuó por los mismos derroteros que acostumbraba hasta que gastamos la bebida. Esta vez me tocaba a mí ir a por más hasta el quiosquillo ilegal de la vieja. Un zulo de poco más de cuatro metros cuadrados donde un matrimonio de ancianos hacían el Agosto a base de vender bebidas alcohólicas de incógnito a precio de oro.
A punto estaba de salir de la plaza cuando la encontré. Estaba allí, frente a mí. A menos de un metro. Por un instante pareció que la calle se había quedado vacía, solo para nosotros. Yo casi no podía moverme fruto del hechizo de sus ojos. Grandes esmeraldas verdes engarzadas sobre una piel de porcelana digna de un ángel. Sin mediar palabra nuestros labios se rozaron en un susurro y cogidos de la mano caminamos. Todo era como un sueño. Paseamos largo rato sin decir nada hasta un parque alejado. Nos sentamos en un banco y hablamos durante horas conociéndonos lentamente. Empezaba a amanecer cuando nos levantamos para irnos a mi casa. El resto del mundo no importaba. No había avisado a mis amigos, pero eso daba igual ahora. Al llegar nos sentamos en el sofá y seguimos charlando mientras tomamos una copa. Ella era de otra ciudad y tan solo venía de vacaciones con unas amigas que ahora mismo la estarían buscando desesperadas, pero todo podía esperar. Nuevamente sus labios se unieron en un tímido arrebato de pasión. Parecía mi primer beso. Hasta temblaba. Fue algo inocente, casi infantil, pero muy intenso. Sin más, sin movernos siquiera del sofá nos echamos a dormir abrazados. Ella tumbada sobre mí.
Desperté a medio día y no me quise mover para no despertarla. Quería disfrutar cada instante. No sabía cuando, pero ella pronto volvería a casa. Poco rato después ella despertó y me miró con una sonrisa en sus labios que pronto se torno en un gesto serio. Una lágrima corrió por su mejilla.
- Hay algo que no te he contado. -me dijo tensando todos mis músculos- Esta noche me voy. Cojo el autobus desde la estación a las nueve.
Sus palabras me dejaron helado. ¿Ya? ¿Tan pronto? No era justo pero aun así era normal. ¿Qué esperaba? No se iba a quedar aquí por mí y por un par de estupidos besos. La situación se volvió entonces un poco más tensa por la incomodidad que ambos sentíamos. La acompañé a coger un taxi y nos despedimos con un simple "Adiós".
El resto de la tarde me debatía entre la rabia y la autocompasión. Estaba sentado en mi habitación llorando por alguien a quien casi no conocía, o mejor dicho por a quien tan bien conocía en unas escasas horas. Pocos minutos habían pasado de las ocho cuando me decidí a enterrar mis dudas y mi orgullo. Me duché y me vestí tan rápido como pude y fui a la estación de autobuses. Llegué allí a las nueve menos cuarto. Temiendo llegar tarde me puse a buscarla frenéticamente por los andenes. Corría de un lado a otro esperando que nuestras miradas se volviesen a encontrar. Ya pasaban las menos diez cuando la vi aparecer con una enorme maleta y rodeada de sus amigas. Con el gesto serio y la mirada perdida caminaba hacia un andén en el que aún no había llegado el autobús. Me acerqué temeroso de que no se alegrase de verme.
Llegué a su lado a la vez que su autobús aparcó frente a nosotros. Me miraba indecisa, sin saber si llorar o sonreir. Sus ojos se humedecieron brillando aún más que de costumbre. Un beso cálido dió paso a un fuerte y largo abrazo que nunca debió terminar.
- Te quiero -le susurré balbuceando al oído dejando que fuese mi corazón quien moviese mis labios.
Ella me miró más sorprendida y desconcertada de lo que yo mismo estaba.- ¿Cómo has dicho? -preguntó.
- He dicho que te qui... -me tapó la boca con su mano.
- Por favor, no lo hagas más difícil.
- Dime que me quieres y lo dejare todo.
- Lo siento, no puedo. -respondió llorando.
Entonces sus amigas la llamaron desde la puerta del autobús que ya había arrancado. Las nueve y cinco. Ya se iba. Esto terminaba.
- Me tengo que ir. De verdad que lo siento. -dijo entre lágrimas para posteriormente darme un último, y no por ello menos especial, beso.
Cuando subía al autobus paró; dió media vuelta y me dijo: - Yo también te quiero.
Intenté correr hacia ella, pero el guardia no me dejaba pasar a los andenes. La vi alejandose mientras me miraba desde su ventanilla. Salí afuera intentando encontrarla entre la maraña de tráfico pero no la volví a ver. La había perdido para siempre.
Desde aquel ocho de Septiembre, cada día ocho de cada mes recibo una carta sin remite, pero sé que es de ella. En el interior siempre lo mismo, una hoja perfumada en la que escrito a mano reza:
"No te olvido."
De nuevo os dejo por aqui un relato de cosecha propia:
Buscandola
El Sol comenzaba a apagarse y él caminaba solo por la calle. ¿Dije solo? No, las calles del centro nunca estaban vacias. Él se sentia solo. La buscaba a ella, inutilmente. Sabía que no la iba a encontrar allí. Paseaba a diario. Durante horas. Entre borrosas siluetas e impersonales sombras. Solo la buscaba a ella. Sabia donde podia encontrarla pero preferia seguir probando suerte. Siempre se sentaba en aquella plaza en la que ella solía sentarse a leer. La buscaba tras las tapas de numerosos libros. Más de una vez creyó divisarla, pero no la volvió a ver.
Como iba diciendo: empezaba a anochecer y las nubes se cerraban sobre el cielo. Aquel día tenía más ganas que nunca de ella. No podía aguantar otra noche solo. Un par de horas después estaba allí, bajo una fuerte tormenta. Saltó el muro y corrió a buscarla. Entonces por fin la encontró. La fría y mohosa lápida que se alzaba ante él le recordaba la verdad. No había sido él, sino sus celos. Él era inocente, aunque eso no importaba ahora. La quería, más que a su propia vida. Era como una droga. La necesitaba. Tenía que volver a su lado.
Tomó su pala y comenzó a cavar a su lado. El olor a tierra mojada le impregno los sentidos. "Pronto, Mi Vida. Pronto". Siguió cavando y cavando hasta llegar a unos dos metros de profundidad. Se tomó un bote de pastillas y se tumbó en el hoyo.
"Buenas noches, Mi Vida".
Una mala noche
Estaba harta de que mamá no me dejase salir con mis amigas por las noches. A mi hermano siempre le dejaba y a mí no. Tan solo por ser chica. Decía que no podría salir por las noches hasta que cumpliese los dieciocho pero a mi hermano mayor le había dejado hacer lo que quería desde los dieciséis. Ese día tuvimos una discusión y me fui a casa de mi mejor amiga a cenar. Cuando volví a casa aguanté la bronca de mis padres y me acosté sin dirigirles la palabra. Se habían llevado un mal rato pero se lo merecían. La verdad es que me costo bastante dormir porque me remordía bastante la conciencia. Durante la noche me desperté un par de veces intranquila.
A eso de las cinco de la mañana me di por vencida. Tenía un poco de insomnio. Salté de la cama para coger un polvoriento libro de mi estantería y entre las paginas del mismo volví a caer dormida. A eso de las nueve me desperté de nuevo. Fui hasta la cocina para coger algo de desayuno de la nevera cuando pude reconocer los pasos de mi madre tras de mí. Al girarme vi a una anciana con los ojos llorosos que se lanzó hacia mí para darme un fuerte abrazo mientras decía entre sollozos:
- Hija, treinta años hace que desapareciste.
Subí a la planta de arriba para llamar por teléfono a la policía y contarle lo ocurrido. Ya estaba harto de Kusack y sus historias. Esto no era un juego. Había muertes de verdad. Sacrificios por la causa, como él decía. El teléfono no tenía línea. Corrí a la calle hacia una cabina telefónica y marqué el número.
- Comisaría de Policía. ¿En qué puedo ayudarle?
- Oiga, yo se quien ha cometido los ataques de esta noche. Me gustaría prestar declaración. dijo Gary bastante alterado.
- ¿Esta seguro de que desea declarar eso? pregunto un voz al otro lado del teléfono.
- ¿Usted me ha oído? ¡Qué se quien ha cometido los atentados de esta noche!
- Creo que se equivoca, señor. contestó la voz con un extraño tono.
- ¿Pero que coño...? ¿También esta usted metido en esto? ¡Joder!
Colgué el teléfono y corrí hacia mi coche. Busqué apresuradamente las llaves en mis bolsillos y lo arranqué. Iría en persona hasta la comisaría y si era necesario cogería una pistola y me pondría a pegar tiros hasta que alguien me hiciese caso. Conducía desquiciado por la ciudad sin más que pegar acelerones y frenazos. Entonces una voz familiar sonó detrás de mí:
- No vayas tan rápido. No querrás tener un accidente, ¿no?
Era Kusack. Estaba sentado en la parte trasera.
- ¿Qué haces ahí? pregunté conociendo de sobra la respuesta.
- Te estaba esperando. ¿Dónde crees que vas? me pregunto mientras alzo su mano derecha apuntándome con una pistola.
- A dar una vuelta respondí estúpidamente sin pensar que él no era tan tonto como para creerse eso.
- Prueba de nuevo remarcó apretando el cañón de la pistola en mi cabeza.
- ¡Te has vuelto loco! Has matado a gente inocente.
- ¿Inocentes? ¿Inocentes de qué? ¿Inocentes de participar de esta mierda de sociedad capitalista que nos controla? No, yo creo que no. Además, yo no he matado a nadie. Yo ni siquiera puse esas bombas.
- Eso es verdad. Tu no participas en nuestras acciones. Simplemente las diriges desde las sombras.
- Eso es. Sigue recto hasta la autovía. indicó- Yo trazo las líneas que vosotros seguís.
- Nos has convertido en terroristas.
- No, terroristas son los que han muerto esta noche. Nosotros somos el brazo ejecutor de la libertad y la igualdad. Somos los discípulos de Tyler, el Jesucristo del segundo milenio. Y tu simplemente eres un Judas moderno. Que nos traicionas antes del alba.
- Tu demagogia no sirve conmigo.
- ¡Cállate y conduce! gritó Kusack enfadado.
Esta claro que sus intenciones no son demasiado buenas. Con un poco de suerte me volara los sesos de un tiro. También es posible que prolongué mi sufrimiento el máximo posible. Aunque conociéndolo lo más probable es que piense que no soy digno de una muerte tan celebre y dolorosa. Si he de morir, juro que no caeré solo.
Por fin llegamos a la zona de los acantilados. Esperé en silencio. Querría matarme y tirarme por uno de esos barrancos, donde pasarían meses hasta que me encontrasen. En el instante en que me dijo que parase, pisé a fondo. Aceleré más y más mientras el me apuntaba desesperado con la pistola. Corría en dirección a un precipicio mientras forcejeaba con él. Yo estaba listo para morir, lo tenía asumido, pero él evidentemente no. Entonces comprendí que este era mi destino. Mientras chocábamos con la barrera de seguridad y la atravesábamos para caer por el precipicio le dije eso que una vez escuche de sus labios:
- Suéltate Kusack. Salta al vacío.
Pocos minutos habían pasado de las 20:00 cuando interrumpieron la programación de la televisión para conectar con los servicios de noticias. Todos permanecíamos atentos sentados en el local, mirando la pantalla. Como ya esperábamos, tres centros comerciales habían sido atacados mediante explosivos. Nuevamente en la noticia aparecían las palabras extremismo islámico, Al-Qaeda y Bin Laden. Manipulación informativa. El magnate saudí y líder del grupo terrorista lleva años muerto. Sin embargo nuestros gobiernos prefieren declararlo vivo y desaparecido (o como ellos dicen: oculto o escondido) para poder justificar sus ataques injustificables. Así pueden desencadenar guerras, asaltos y ocupaciones a voluntad con la nimia excusa de la prevención de ataques. Además, de este modo pueden explicar cualquier ataque que se realice en suelo americano. Solo dicen lo que el pueblo quiere oír. Es mucho mejor pensar que tienes un único enemigo (Al-Qaeda) que afrontar los numerosos frentes que atacan al país. La presentadora del boletín comenta nerviosa las terribles consecuencias que habrían podido tener estos ataques si se hubiesen realizado mientras el centro comercial estaba abierto y da gracias a Dios por la suerte que han tenido. Es la reaccion mas típica, se niega a ver la verdad: su Dios la abandonó hace mucho y ahora somos nosotros los que decidimos cual es el número de victimas que deben ser sacrificadas para conseguir nuestro objetivo.
Pronto aparecieron las primeras imágenes. Los edificios parecían destinados a sumirse en un montón de cenizas. Una combinación de bombas incendiarias con los correspondientes sabotajes a los sistemas antiincendios fue fatal. Todos los bomberos de la ciudad estaban en la zona o bien de camino. Aun así su trabajo parecía inútil. Dando los comercios por perdidos se centraron en contener las llamas para evitar que el fuego se propagase a los edificios próximos. Algunos minutos después la presentadora volvió a comentar aterrada que este se trataba del mayor ataque que había recibido la ciudad. El estado era de alerta máxima. Las calles estaban tomadas por la policía estatal y local. Y ante las nuevas explosiones se acababa de conformar un gabinete de crisis. ¿Nuevas explosiones? La mayoría de nosotros desconocíamos este segundo ataque, sin embargo algunos sí que estaban informados. Kusack siempre decía que cada miembro tenía su tarea y no debía de conocer más de lo necesario. La segunda ronda de explosiones tuvo lugar en la otra punta de la ciudad. En una zona residencial. Una lujosa urbanización donde vivían las personas más influyentes de la ciudad. Las mansiones de banqueros, empresarios y diversos magnates se rendían al fuego y algo me decía que los propietarios de las casa no se iban a salvar de esta pira. Para que quemar la casa a un millonario si se puede hacer otra mayor. El objetivo en este caso no era material evidentemente sino personal. ¿Y Kusack? ¿Dónde estaba Kusack? Recorrí el local tan rápido como pude y le pregunté a todos, pero nadie lo sabía. Esta vez se le había ido de las manos. Estaba loco. No veía nada malo en atacar a una multinacional para tratar de arruinarla, pero matar a una familia entera era algo mucho más grave.
Tras meses preparándolo había llegado el momento de Mayhem 3.0. Todos nosotros salimos en pequeños equipos. Cada uno desempeñaba su propia tarea. Un engranaje perfectamente diseñado. Hoy acabaríamos con los tres centros comerciales más grandes de la ciudad. Kusack había contactado con algunos grupos anarquistas y haciendo uso de su labia y carisma los había engatusado para que colaborasen en las primeras acciones del plan. Divididos en grupos fuimos entrando en la gran superficie. Así conseguimos llamar menos la atención. Nosotros tan solo debíamos esperar la hora.
A las 17:05, mientras paseábamos junto a las largas colas esperaban para pasar por caja saltó la alarma de uno de los arcos de salida. Las miradas se centraron en un joven de unos veintisiete años que estaba pasando por él. En ese instante dos guardias que estaban cerca de una de las salidas se acercaron hacia él. Aun no habían llegado cuando una nueva alarma saltó. Esta vez en el otro extremo del hipermercado. Uno de los guardias se dirigió hacia allá sorprendido de ver en el arco a una mujer madura y bien vestida. Pronto sonó una nueva alarma. Y otra después. Y otra. Así, en menos de cinco minutos casi todas las alarmas estaban sonando ininterrumpidamente. El personal de seguridad no daba a basto y las colas se ampliaban. Las quejas eran numerosas y el caos se iba apoderando lentamente de la situación. Los otros habían conseguido saltar todas las alarmas pasando con objetos robados por los arcos, escondiendo antirrobos en bolsos de ancianas distraídas y otras tácticas similares. Era muestro momento. En medio de aquel descontrol nadie se fijaría. A las 17:14 nos dispersamos. Cada cual tenía su punto de ignición. En un par de minutos todos habíamos soltado nuestras mochilas bajo alguna estantería o similar. Cargas de napalm casero que estallarían en unas pocas horas. Sin mas problemas salimos de allí.
- Esta es nuestra guerra. La liberación de nuestra sociedad. La liberación de nuestra opresión. El capitalismo y el consumismo no son más que las cadenas de nuestra felicidad. Deseamos cosas que nunca podremos conseguir, y eso nos frustra. Mira a ese niño de Libia que ha perdido a tres hermanos y a su padre en la guerra o por alguna enfermedad; que apenas come y tiene que recorrer varios kilómetros para beber un agua que posiblemente le provoque alguna infección que lo matará si no lo hace antes el hambre. Si tan solo le dieses un trozo de tu bollo y una pelota sería el niño más feliz del mundo. Mientras nuestros niños tienen más de lo que otros soñarían pero lloran porque no tienen el juego nuevo para la Play. Estamos condenados a no alcanzar la felicidad, a ser víctimas. Nacemos como condenadas víctimas. Libremos de esta carga a las próximas generaciones. ¡Vayamos a hacer lo que hemos venido a hacer!
El discurso que acababa de soltar Kusack no me impresionó para nada. Era un manipulador nato, pero en el fondo tenia razón. Llevábamos semanas casi sin salir. Trabajábamos en una seudo cadena de montaje como los niños que cosían las zapatillas de esas multinacionales. Fabricábamos napalm con gasolina y elementos cotidianos como el zumo de coco. Nunca imaginé que se pudiesen fabricar explosivos con cosas tan simples. Según parece fue el propio Tyler quien enseñó a Kusack como hacerlo. El principal objetivo era la desestabilización; como otras veces. Los envíos a EEUU de sobres con ántrax de hacia unos años no eran ningún tipo de ataque terrorista, sino que fueron los miembros del club al que anteriormente acudía Kusack. La verdad es que les resulto bastante sencillo conseguir dañar a los servicios postales estadounidenses.
- Ya hace dos meses desde que llegué al club y peleé por primera vez -comentaba Gary sentado en el bordillo de la tarima mientras algunos de sus compañeros le atendían-. Toda mi vida ha cambiado. Mi mujer no entendía que no podía explicarle las contusiones y heridas. Primero puso a un detective a seguirme, pero le atosigué lo suficiente como para que se diese por vencido. Cuando habló con mi esposa decició dejarme. Estamos en trámites de separación. Ella se ha ido a casa de su madre con la niña y hemos dejado el piso. También me han despedido del trabajo, pero me han dado una suculenta suma como compensación. Ahora mismo vivo en un estudio de unos 30 metros cuadrados donde casi puedo cagar y cocinar a la vez. ¿Y sabéis que? Me alegro. Ahora soy más feliz. Por fin he entendido que mi casa, mi trabajo, mi familia y el resto de mis posesiones no me daban la felicidad. Mi, mi, mi. Creo que he liberado mi mente. Ahora puedo apreciar cada instante de mi vida por el mero hecho de seguir viviendo. No necesito más.
- Amigo espetó una voz de entre la multitud-, todo eso se lo debes a Tyler Durden. El fue quien empezó todo esto.
- ¿Quién es Tyler Durden? preguntó Gary.
Un murmullo recorrió la sala y diversos hombres contestaban desordenadamente:
- Nunca dormía.
- Media casi dos metros y medio.
- Nuestro líder. Un gran hombre.
- Yo llegue a verle, media más de dos metros.
- ¿Pero qué cojones decís? dijó bajando por la escalera Kusack-. Dejaos de decir gilipolleces. Hoy le haré la marca.
Todos callaron y se apartaron. Kusack, quien dirijía el cotarro, cogió una vieja silla de aluminio y la puso frente a la tarima e hizo una señal para que uno de los hombres acercase una pequeña y estropeada mesa.
- ¿Qué marca? dijo Gary sin recibir respuesta.
- Siéntate y pon tu mano derecha sobre la mesa prosiguió Kusack poniéndose unos guantes de goma-.
Gary obedeció sin rechistar. Uno de los hombres acerco un bote a la mesa y se alejo nuevamente. Kusack dio un marcado beso en la mano de Gary, que no sabía como reaccionar, y continuó hablando:
- Vas por buen camino. Ahora debes aprender a convivir con el dolor. A apreciarlo como la maldición divina. A asumirlo como parte de tu vida y no rechazarlo. Dicen que la quemadura química es la mas dolorosa de todas. A ver que opinas tú.
- ¿Pero qué dices? se apresuro a preguntar Gary
Kusack volcó el contenido del bote sobre la mano que había besado y la sostuvo fuertemente. El producto químico empezó a reaccionar y corroer la piel de Gary mientras este gritaba desaforadamente. Kusack proseguía con su discurso haciendo caso omiso de las súplicas de Gary.
- Disfruta de este momento porque es el más importante de tu vida. Déjate llevar por el dolor. ¡Siente la punzada en tu mano! Ahora mismo puedes notar como tu piel se va deshaciendo poco a poco. Ahora puedes pensar que es lo realmente importante para ti. Tu mente no esta atada por las posesiones que te poseyeron. Solo se centra en esa sensación de infinita agonía que corre por tus venas. Siente el castigo divino. Piensa la cantidad de tiempo que habrá empleado Dios para definir la sensación de dolor, no podemos desperdiciarla. Para unas cosas tanto tiempo y para otras tan poco. Si Él fuese un poco más listo no habría hecho el mundo en siete días, se habría tomado mucho tiempo pero habría hecho algo bueno en lugar de esta mierda a la que llamamos Tierra.¡Joder, no me escuchas! ¡Concéntrate en el sufrimiento! dijo soltándole.
Los alaridos de dolor eran poco menos que ignorados por un Kusack que observaba como Gary se revolcaba por el suelo casi llorando mientras el resto de los presentes permanecían expectantes. Entonces se acercó a él y le susurró al oído:
- Si quieres que neutralice tu quemadura ponte en pie y enséñame tu mano.
Gary abrió los ojos desconcertado y miró a Kusack fijamente. Tambaleándose se incorporó. Y una vez en pie y aguantando el terrible dolor, extendió el tembloroso brazo derecho al frente mostrando su espumeante mano y apretando los dientes dijo:
- No tienes ni idea de cómo duele.
En respuesta Kusack le enseño su mano con una cicatriz de una quemadura idéntica repitiendo la escena que hace años había vivido Tyler. Mientras le volcaba una botella de vinagre sobre la quemadura continuó:
- Muy bien. Estas a punto de tocar fondo.
Gary se desmayó y cayó contra el suelo produciendo un sórdido ruido.
Un pasillo de gente se abrió ante él hacia el centro de un corro. De entre la multitud salió un escuchimizado hombre que se situó en el centro. Iba vestido con una camiseta interior, unos vaqueros y unos sucios calcetines. Aguantaba expectante la iniciativa de Gary. Este, siguiendo las instrucciones que le daban se quitó sus zapatos italianos, su chaqueta, corbata y camisa de marca. A pecho descubierto camino para situarse frente a su rival. No era exactamente lo que esperaba. Tal vez un ring, unos guantes y un arbitro hubiese sido algo mas de su agrado para desfogar tensiones; ya era demasiado tarde. Su flaco rival le invitaba a golpear primero advirtiendo que no se defendería. Gary harto sorprendido no sabia como actuar. Los murmullos se elevaron para convertirse en voces que incitaban al nuevo a atacar. Los insultos del flaco Eddie iban poco a poco colmando la paciencia del abogado hasta que finalmente se libero al escuchar una frase de Kusack: Suéltate. Salta al vacío. Gary lanzo un derechazo directamente contra la nariz de su oponente, que cayó al suelo golpeándose en el occipital. El crujido que emitió el tabique nasal se clavo en los oídos de Gary, que arrepentido se lanzo hacia su contrincante para auxiliarle. Entonces Eddie propició un fuerte gancho a Gary y lo tiró al suelo. Se levantó rápido y le pateo varias veces en la cara. Cogiéndole por su cuidada melena le estrelló contra el suelo una y otra vez. Gary hacía lo posible por zafarse y al final lo consiguió. A duras penas se puso en pie, alzó a su rival por la camiseta y lo arrojó contra la pared recibiendo un fuerte impacto en la mandíbula. Eddie se levantó, escupio abundante y espesa sangre al suelo y corrió como una rata nuevamente para embestir a Gary, quien lo tomó por la cabeza y le golpeó tan fuerte como pudo contra su rodilla repetidas veces. La rabia se había apoderado de Gary. Tanto era así que varios hombres tuvieron que acercarse a sujetarlo para que no acabase matando a Eddie, que había desfallecido. Minutos después, viendo lo que había hecho, casi se echo a llorar. Mientras que él solo tenia un pómulo abierto y varios moratones, su rival tenia el tabique nasal destrozado, los labios rajados y un ojo muy dañado. Y casi se echo a llorar porque en cuanto el desfigurado Eddie volvió en sí se le acercó dando tumbos para estrecharle la mano y felicitarle:
- Buena pelea. Tal vez podríamos repetir en unas semanas.
Unos cincuenta hombres estaban en pie en el centro de una sala con multitud de cajas amontonadas en una de las esquinas. Frente a ellos, había otro subido en una improvisada tarima ante una pizarra. El ambiente estaba cargado y olía a rancio sudor. En pocos segundos todo el alboroto se convirtió en quietud. Algo menos de sesenta miradas se posaban inquietas sobre él casi recordando cierta película de Hitchcock. Sin tiempo a reaccionar el que estaba sobre el tablero alzo la voz para inquirir al recién llegado.
- ¿Quién eres y qué quieres?
- Me llamo Gary Thompson y he venido ...bueno, solo por curiosidad pero ya me marcho.
- No, si de verdad quisieses irte ya habrías salido corriendo en lugar de esperar en la puerta. Te gustaría quedarte y ver de que va esto. Y si has llegado aquí es porque alguien ha incumplido las dos primeras reglas. dijo severo mirando a el resto de los hombres.
- Eh, sí. Algo he oído.
- Bien. ¿Qué? ¿Te vas o te quedas?
- ...Me quedo. dijo tímidamente pasando hacia el interior bajo los atentos ojos de todos los allí presentes.
- Entonces si es tu primer día...-dijo subiendo a la plataforma y borrando la pizarra- ...tienes que pelear.
Al ver que nadie le abría se acercó al callejón a buscar la entrada de servicio. Una oxidada y mugrienta puerta que contrastaba con la lujosísima decoración del restaurante al que daba paso. Estaba abierta. Entró lentamente en la oscuridad de lo que debía ser la cocina. Encendió un mechero para ver algo y buscó un interruptor. La luz llenó la estancia. Posiblemente esa fuese la cocina más sucia y grasienta que jamás hubiese visto. Nunca hubiese esperado aquello de uno de los locales con el tenedor más caro del país. Las montañas de platos sucios y los restos de comida esparcidos por cada rincón daban cobijo a moscas y cucarachas. Un hedor nauseabundo mezcla de agrio y dulzón se grababa a fuego en su memoria. El silencio era absoluto.
Salió por la puerta hacia el salón contiguo donde el paisaje era diametralmente opuesto. La exquisita decoración del comedor era incuestionable. Maderas engarzadas, grandes lámparas, cuadros, molduras, espejos y docenas de jarrones con flores que aromatizaban la habitación. Entonces se dio cuenta de que no sabía exactamente por qué estaba allí. Las confusas palabras de su amigo y los rumores reforzaron su curiosidad hasta superar a la razón.
- Bobadas, no eran mas que bobadas -pensó en voz alta mientras contemplaba el salón.
Estaba claro que allí no había ninguna reunión de ninguna clase. Sin embargo cuando ya se hubo dado la vuelta para marcharse algo le hizo girarse nuevamente. Tal vez un ligero murmullo que subconscientemente captó. Caminó para bajar las escaleras que conducirían hacia el sótano. Y entonces lo oyó claramente voces sonando al unísono. Avanzó por el pasillo dejando atrás la bodega y llegó hasta la puerta del almacén. Trató de abrirla sigilosamente pero un chirrido acompañó el movimiento. El canto de decenas de hombres inundaba ahora todo el local.
¡Se llama Robert Paulson!
¡Se llama Robert Paulson!
¡Se llama Robert Paulson!
El Sol del Cairo lucía esplendoroso en aquel despejado cielo. El calor era casi insoportable y mamá decidió esperar en el hotel con Paul, mi hermano pequeño. Yo había salido con papá a visitar los mercadillos de la ciudad que, por cierto, estaban abarrotados. Desde que tengo uso de razón mi padre ha sido un gran coleccionista de antigüedades y siempre dice que es mejor buscar gangas de vendedores ambulantes que carísimos objetos en tiendas especializadas. A mamá esto le encanta porque así aprovechamos para viajar de vacaciones. Hace ya casi tres horas que damos vueltas en busca de algo especial, y aunque a mi me encantaba el colgante de ámbar, papá no pensaba que fuese buena idea. Finalmente me ha dado algo de dinero para que haga mi primera compra. Siempre he querido poder hacer como el y regatearle a los vendedores para ver hasta donde puedo llegar. En el fondo nunca he entendido el porque tanto regateo si al fin y al cabo nos sobra el dinero; pero bueno, supongo que si lo malgastásemos no nos sobraría. A papá especialmente le gusta eso del trueque; ahora mismo andaba un poco liado con un joven: le ofrecía su chaqueta y algo de dinero por una estatuilla funeraria. Parecía que esto iba para largo. En todo el bullicio de gente y de vendedores gritando ofreciendo sus baratijas me llamo la atención que junto al puesto donde estaba papá había un viejo, de espesa barba y blanco pelo, sentado en silencio con una manta sin nada para ofrecer. Me acerque a curiosear y grande fue mi sorpresa cuando me saludo en un perfecto francés:
- Eh, niño, deberías volver con tu padre. No creo que este sea sitio para un crío de catorce años y dudo mucho que sepas apreciar lo que yo puedo ofrecer.
¿Cómo diablos sabría que tenia catorce años?, ¿y a qué vendría tanto misterio con lo que podía vender?. Tras enseñarle un puñado de monedas, el vendedor siguió hablando. Decía vender los Cuentos Prohibidos. Libros que se podían coleccionar pero que no debían ser leídos. Confieso que me pareció un timo seguro pero no pude resistir la tentación y le pedí que me mostrase alguno. De una pequeña bolsa saco un paño bajo el que se escondía un delgado libro. Cubiertas tamaño cuartilla de pasta negra muy desgastadas y no más de cuarenta o cincuenta paginas amarillentas y escritas a mano (curiosamente en francés); ningún titulo en la portada.
- ¿Cuánto cuesta? pregunte al vendedor, que permaneció mirándome unos segundos.
La respuesta se hizo esperar, pero finalmente el comerciante volvió a hablar:
- No será tuyo por menos de lo que lleves encima.
Acepte el trato sin dudarlo porque tan solo llevaba unas pocas monedas y volví para enseñárselo a mi padre, que no me hizo demasiado caso hasta que consiguió su estatuilla. Cuando me pregunto que donde lo había comprado señale al viejo. O mejor dicho, trate de señalarlo porque no quedaba ni rastro de él. Sin darle mas importancia volvimos al hotel a recoger las maletas y a mamá para dirigirnos al aeropuerto.
Días mas tarde, ya en casa, volvía con mamá de comprar en la ciudad un triciclo para Paul. Vivíamos en los alrededores de Toulouse. Hoy llegaba papá, que para variar había estado viajando por cuestiones de trabajo. Tras la cena nos hablo un poco de lo que había podido averiguar acerca de la estatuilla funeraria: que era bastante antigua pero aun no había conseguido datarla. En cuanto a mi libro me dijo que no había encontrado nada referente a él y que el vendedor me habría timado aprovechándose de que yo era un niño. ¡Yo no soy un niño!, ¡ya tengo catorce años!.
Esa misma noche, arrastrado por la curiosidad, me decidí a leer el libro poco después de cenar. Baje a la planta baja y me dirigí hacia la biblioteca. Siempre me ha gustado leer allí, en silencio, con la luz de un pequeño flexo o incluso a veces con velas (lo que ambienta mucho más). Mamá ya se había ido a dormir y papá estaba allí sentado ante el ordenador; escribiendo para su próxima novela. Yo encendí una vela y me senté a leer en el sillón de papá. El pequeño cuento comenzaba hablando de la celebración de matrimonio entre Isis y Osiris, ambos hijos de Ra. Thoth, patrón de los escribas, las transcribió sobre el inmenso manto de arena del desierto mucho antes de los primeros amaneceres. La más bella historia de amor jamás contada, un amor de dioses. El hombre se encargo de borrarla con sus huellas y someterla al olvido eterno y así se perdió en el viento. Del amor de los hermanos surgió Oeris, el primogénito dios de los sueños, castigado por el incesto de sus padres con el don de la locura. Poco después llegó Horus, el padre de los reyes, libre de maldiciones y cuyo sino estaba al lado del mismísimo Ra. Papá se subió entonces a dormir y me dio las buenas noches; todo quedó aun más oscuro y en silencio sin la luz del monitor y el tecleo uniforme en el ordenador.
Seguí sumido en la historia. Años después la bella Hathor se cruzo en las vidas de Oeris y Horus, de quien los dos quedaron totalmente enamorados. Pero la diosa no podía elegir, debía amar a Oeris, el primogénito. No obstante su corazón pertenecía a Horus y fruto de aquel amor nació Amenet. Cuando se descubrió esto, el hermano mayor entro en uno de sus ataques de locura e intento asesinar a quien él había creído su hijo. Ya no había solución. Temiendo la maldición que caería sobre la familia si esta historia se llegaba a conocer Isis, su propia madre, entre lagrimas condeno a Oeris a ser olvidado por los siglos de los siglos:
Hijo mío, tu locura y tu existencia es nuestra maldición.
Parecía que pudiese distinguir un susurro leyendo a la par que yo
Nosotros hemos pagado un alto precio por nuestro amor.
El aire era frío y el ambiente estaba tenso, podía ver el vaho en mi respiración.
Ahora habéis sido tu hermano y tu quienes habéis cometido un error.
Noto una respiración en mi nuca y una gota de sudor helado recorre mi espalda.
Tu ya estas perdido, pero no dejaremos que a él le pase lo mismo.
Una pequeña ráfaga de viento hace parpadear la vela. Siento un escalofrío.
Vete lejos, muy lejos; y que el Olvido se haga cargo de ti.
Ahora escucho claramente un paso a mis espaldas. Puedo notar que hay alguien mas en la habitación, observándome desde la oscuridad. Mi pulso esta frenético y mi respiración se acelera bruscamente. Me levanto de un salto y enciendo la luz.
No hay nadie en la sala, pero aun tengo los vellos de punta. Miro incluso debajo del escritorio, detrás de las cortinas y en el pasillo. Nadie. No debería asustarme con estas tonterías pero aun así decido continuar leyendo con la luz de un flexo. No tardaría demasiado en leer las diez paginas que restaban y el libro me tenia en vilo.
Entonces abrí los ojos. Me había quedado dormido sobre el libro. Había pasado poco tiempo, aunque ya era bastante tarde y debía subir a dormir. Tan solo me quedaban cinco paginas, así que decidí terminar antes de irme a la cama.
Así, Oeris desapareció de los recuerdos de los más antiguos y tan solo Thoth, el escriba, lo recordó; Antes de marcharse, maldijo a su familia y proclamo su venganza. Volvería del Olvido, para poseer a todo el que lo recordase y acabar con su familia.
La misma sensación de antes me recorrió el cuerpo. Tenia miedo. Salí corriendo aun con el libro en las manos y subí las escaleras hasta el dormitorio de mis padres, tratando de no hacer demasiado ruido para no asustarles. Les mire en la penumbra, estaban dormidos en la cama junto a la cuna de mi hermano. Me acerque a besar a mi madre y entonces pise algo en el suelo junto a la cama. La sensación me hizo soltar el libro y dar un grito en tanto encendía la luz y contemplaba la escena. Mamá, papá y Paul estaban sobre la cama destripados y un charco de sangre bañaba el suelo. Caí de rodillas. Y mientras lloraba y balbuceaba pude ver el libro abierto por la ultima pagina. Un dibujo firmado por Oeris del dormitorio, con mis padres y Javi desangrados sobre la cama y yo llorando arrodillado en el suelo mientras observaba el mismo libro.
Este relatillo tambien es mio. No es que este demasiado orgulloso de el, pero prefiero conocer las criticas de los demas.
Apostando Fuerte
Sentía que estaba en racha, que hoy iba a ser mi día. Entré con paso firme y caminé entre las mesas de cartas y las tragaperras hasta llegar a Ella. Ella, radiante, embaucadora y caprichosa: la ruleta. Observé largo rato como se contoneaba ante los apostantes. Como jugaba con sus esperanzas. Como les acercaba la miel a los labios para cambiarla por amarga hiel. Ya estaba curtido en estos terrenos y la experiencia estaba de mi lado. Me incorporé al juego y empecé apostando flojo. Finalmente parecía que había cogido una buena racha. Tal vez me dejé llevar por la ilusión cuando ya había ganado con creces muchísimo mas de lo que en principio aposté. Sabía que ganaría de nuevo. Tenía que ganar. Había que arriesgar. Aposté todo a un número y lo perdí. No tuve más remedio que marcharme. Así ahora tendría que esperar para poder apostar un nuevo beso esperando tener suerte para ganar el amor verdadero. Ya había estado con muchas mujeres pero si quería encontrar a la mujer de mi vida tenia que apostar fuerte aunque aun me quedasen decenas de fracasos.
Subo un nuevo relato mio (aunque ya lo escribi hace algun tiempo).
Un mensaje nuevo
Desde hace algo más de una semana recibía llamadas desde un numero extraño. Siempre el mismo. Nunca dejaba mensaje alguno en el contestador. Cuando contestaba al teléfono tan solo escuchaba una pausada y profunda respiración del otro lado de la línea. Normalmente colgaba en unos pocos segundos aunque a veces permanecía minutos en silencio. Había pensado en varias ocasiones cambiar de número, pero por una cosa o por otra siempre lo dejaba para otro día.
Ayer llegué a casa y miré el contestador. Tenía una llamada; aquel extraño teléfono. Puse el manos libres y pulse el botón para escuchar aquella respiración durante unos instantes antes de oír como colgaba. Sorprendentemente estaba equivocado.
- Tiene un mensaje nuevo. Recibido hoy a las once horas y veintidós minutos. dijo aquella voz metálica e impersonal. Para proseguir con la grabación en sí-:
Un hilo de arena, el tiempo corre.
Mi voz se apaga y mueren las hojas
Los árboles lloran sueños de cobre.
Ya se marchitan esas rosas rojas.
Escribo en las olas.
Susurro en el viento.
¿Quién se acordará?
Me pierdo en un libro.
Castillos de arena.
¿Quién me buscará?
Ahogarme en recuerdos.
Vagar sin descanso.
¿Quién me llorará?
Y quiero robarle al cielo una estrella.
Quiero llegar a tocar tu corazón.
Y quiero dejar aquí abajo mi huella.
Solo quiero que se recuerde mi canción.
Lamento si he podido o puedo llegar a molestarle. Nada mas lejos de mi intención. Gracias. Buenos días.
Eso era todo. Estaba mirando al vacío ante el aparato. El extraño mensaje me había dejado algo confuso. Lo escuché varias veces, pero seguí sin encontrarle ningún sentido. Ni siquiera lo borré. Lo dejé almacenado para poder volver a oírlo. Pensé en aquella voz. Aquella profunda y preciosa voz. Ese llanto apagado por los años que parecía tener suficiente vida como para insuflar ilusión y despertar sentimientos olvidados. El sencillo poema que salió de aquellos labios sonó cual oda de dioses. Y la intriga colmo mis pensamientos. Quise llamar al extraño numero. Quise conocer al interlocutor. Pero gran parte del encanto residía en el halo de misterio que rodeaba al anónimo.
Durante algunos días no supe nada de él. Solo durante algunos días pues posteriormente volvió a llamar. Siempre que yo cogía el teléfono, él permanecía en silencio. Nunca me contestaba. Se limitaba a escuchar. A veces, cada uno escuchaba en silencio la respiración del otro, durante largo tiempo. Luego, dejó un nuevo mensaje. Una pequeña parábola. Más tarde un nuevo poema. Y así continuó.
Me acostumbré al desconocido. Casi le cogí cierto cariño. Me gustaba escuchar el silencio junto a él. Tan solo en aquellos momentos liberaba mi mente y podía expresar realmente lo que sentía. A veces yo hablaba, le contaba mis pensamientos, mis sentimientos o incluso escribía poesía que luego le recitaba. Pero él siempre callaba. Solo hablaba en sus mensajes. Se convirtió en algo casi adictivo. A diario, salía rápidamente del trabajo para no perder el metro y llegar pronto a casa. Anhelaba oírle. Escuchar lo que tenía que decir me llenaba. Cada vez tomo más y más fuerza hasta convertirse casi en una dependencia. Él solo hablaba tres o cuatro veces al mes, recitaba poemas de famosos escritores o desconocidos soñadores. Contaba cuentos, narraba leyendas y mil historias. Nunca me entretenía después del trabajo para llegar pronto, por si ya tenía un nuevo mensaje. Era mi único vicio, liberarme. Durante más de diez años fue así. Un desconocido que me conocía mejor que cualquier otra persona.
Entonces desapareció. Llevaba tan solo cinco días sin saber de él y la amargura me comía por dentro. Volvía a estar atrapado en este mundo de hipócritas. Los grilletes de la sociedad me oprimían. Necesitaba saber de él. Aguante algunos días mas esperando una nueva llamada, pero nunca llegó. Una semana después me encontraba al borde de una depresión. Me decidí a llamarle. Tenía su número, pero no sabía como llamarle. Busqué su nombre en la guía telefónica: Henry Martins.
Le llamé, pero nadie contestó. Volví a llamarle durante varios días, hasta que en una ocasión descolgó un desconocido.
- Dígame.
- Buenas Tardes, querría hablar con Henry Martins.
- ¿De parte de quién?
- De Albert Westham.
- Es un placer conocerle Sr. Westham, mi padre me habló mucho de usted. Parece que no conoce la noticia. Falleció hace dos semanas. respondió con tono melancólico.
- Lo siento mucho.
- Gracias. Si lo desea puede ir a verle al Cementerio de St Anne. Además, dejó un baúl para usted. Siempre decía que era su mejor amigo. Me gustaría conocerle, así que si lo desea podríamos vernos...
Y así siguió la conversación. Fui a conocer al hijo de Henry y recogí el baúl, que estaba lleno de escritos, de poemas, cuentos y todas aquellas historia que me había contado. Desde entonces, al menos una vez al mes, voy a St Anne a leerle algo a Henry. Aun ahora sigo hablando con él. Me escucha con el mismo silencio con el que antes lo hacía. Henry, mi anónimo amigo.
Este relato hiperbreve es de cosecha propia. Ya me direis que os parece...
Un último beso
Por fin llegué a casa después de un duro día de trabajo. Julia, mi novia, aún no había llegado. Ella trabajaba en un periódico local, y a veces se quedaba en la redacción terminando algún artículo hasta tarde para que entrase en la edición del día siguiente. Decidí esperarla para cenar, pero el tiempo fue pasando y no llegaba. Un par de horas después el cansancio pudo conmigo y comí algo para después irme a la cama. Antes la llamé al móvil, pero lo tenía apagado. Finalmente le escribí una nota y me quedé dormido. Luego sentí cómo se postraba junto a mí en la cama. Me despertó con un dulce beso en el pecho e hicimos el amor apasionadamente para después caer dormidos mientras nos abrazábamos. Cuando me desperté, ella no estaba allí. La realidad me sacudió. No conseguía hacerme a la idea de que Julia llevaba muerta más de una semana. Aun así, una marca de carmín descansaba en mi torso.
Un pequeña historia de este genio de la ciencia ficcion. A ver que os parece porque a mi me encanta. Al principio puede hacerse un poco pesado, pero leedlo hasta el final, que os llevareis una sorpresa. Merece la pena (especialmente para todo aquel al que le guste este genero).
LA ÚLTIMA PREGUNTA
La última pregunta se formuló exactamente, medio en broma medio en serio, el 21 de mayo de 2061. Fue en el momento en que salió a relucir la humanidad. La pregunta se planteó como resultado de una apuesta de cinco dólares tomándose unas copas. Ocurrió así:
Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos fieles servidores de «Multivac». Conocían muy bien, tan bien como podía conocerlo un ser humano, lo que había tras la cara fría, resplandeciente, de kilómetros y kilómetros de la gigantesca computadora. Tenían una vaga noción del plano general de relés y circuitos que desde hacía tiempo habían traspasado el punto en que un sólo ser humano podía hacerse cargo del conjunto.
«Multivac» se autoajustaba y autocorregía. Tenía que ser así porque ningún ser humano podía ajustaría y corregirla ni con suficiente rapidez, ni con suficiente adecuación.
Así que Adell y Lupov servían al monstruo gigante, ligera y superficialmente, pero tan bien como podía hacerlo un hombre. Le suministraban datos, ajustaban preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que se iban recibiendo. Ellos, y todos los demás como ellos, estaban completamente autorizados a compartir la gloria de «Multivac».
En décadas sucesivas, «Multivac» había ayudado a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero posteriormente por los escasos recursos de la Tierra no pudieron mantener las naves que precisaban demasiada energía para los trayectos largos. La Tierra explotaba su carbón y su uranio cada vez con mayor eficiencia, pero sus reservas eran limitadas.
Poco a poco «Multivac» aprendió a contestar más fundamentalmente a preguntas profundas, y el 14 de mayo de 2061, lo que había sido una teoría, se hizo realidad.
Se almacenó la energía del sol, transformada y utilizada directamente a escala planetaria. Toda la Tierra dejó de quemar carbón y de fisionar uranio, bastaba bajar la clavija que lo conectaba a una pequeña estación de kilómetro y medio de diámetro que giraba alrededor de la Tierra a media distancia de la Luna. Todo en la Tierra se hacía mediante rayos de energía solar.
Siete días no fueron bastantes para apagar la gloria de aquello y Adell y Lupov consiguieron escapar de la función pública y encontrarse tranquilamente donde a nadie se le ocurriría buscarles: en las desiertas cámaras subterráneas donde se veían partes del enorme cuerpo de «Multivac». Sola, sin prisas, seleccionando datos perezosamente, «Multivac» se había ganado también sus vacaciones. Los muchachos la apreciaban. En un principio, no tenían la intención de molestarla.
Se habían llevado una botella consigo y su único deseo en aquel momento era relajarse juntos en compañía de la botella.
-Es asombroso cuando uno lo piensa -comentó Adell. Su cara ancha acusaba cansancio; agitó despacio su bebida con una varita de cristal y contempló cómo los cubitos de hielo se movían en el líquido torpemente. Toda la energía que se puede usar, para siempre y gratis. Suficiente energía, si quisiéramos para fundir la Tierra entera en un goterón líquido de hierro impuro, sin echar en falta la energía empleada. Toda la energía que podamos utilizar por siempre jamás.
Lupov meneó la cabeza. Era un gesto que hacía cuando quería contradecir, y ahora quería hacerlo, en parte porque había tenido que traer el hielo y los vasos. -Para siempre, no -afirmó.
-Vaya, casi para siempre. Hasta que el sol se apague, Bert.
-Pero eso no es para siempre.
-Está bien, hombre. Miles de millones de años, veinte mil millones quizás. ¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por su escasa cabellera como para asegurarse de que aún le quedaba algo de pelo y sorbió lentamente su bebida: -Veinte mil millones no es para siempre.
-Bueno, pero durará mientras vivamos, ¿verdad?
-Lo mismo que el carbón y el uranio.
-Está bien, pero ahora podemos enchufar las naves espaciales individualmente a la Estación Solar. Se puede ir a Plutón y regresar un millón de veces sin tener que preocuparse del combustible. No se puede hacer eso con carbón y uranio. Si no me crees, pregunta a «Multivac».
-No es preciso que se lo pregunte a «Multivac». Lo sé.
-Entonces, deja de reventar lo que «Multivac» hizo por nosotros -exclamó Adell, indignado-. Ya lo creo que lo hizo.
-¿Quién dice que no lo hizo? Lo que digo es que un sol no durará siempre. Es lo único que digo. Puede que estemos a salvo por veinte mil millones de años, pero, y después, ¿qué? -Lupov señaló a Adell con un dedo tembloroso-. Y no me digas que enchufaremos a otro sol.
El silencio duró un instante. Adell llevaba el vaso a sus labios de vez en cuando y los ojos de Lupov se entornaron despacio. Descansaban.
Los ojos de Lupov se abrieron. -Estás pensando que nos pasaremos a otro sol tan pronto como el nuestro se acabe, ¿verdad?
-No estoy pensando en nada.
-Claro que sí. Lo que te pasa es que tu lógica es débil. Eres como el tío aquel de la historia que le caía un chaparrón y corrió hacia un bosquecillo, guareciéndose debajo de un árbol. No estaba preocupado, ¿comprendes?, porque se dijo que cuando su árbol quedara completamente empapado, pasaría a resguardarse debajo de otro.
-Lo entiendo -dijo Adell-, y no hace falta que grites. Cuando el sol se haya acabado, las otras estrellas también habrán terminado.
-Y ya puedes decirlo -masculló Lupov-. Todo empezó con la primera explosión cósmica, fuera lo que fuera, y todo tendrá un final cuando las estrellas se apaguen. Algunas van más de prisa que otras. Demonios, las gigantes no durarán cien millones de años. El sol durará veinte mil millones de años y quizá las enanas, para lo que sirven, durarán cien mil millones. Pero, bastarán mil billones de años y todo estará a oscuras. La entropía tiene que crecer al máximo, nadamás.
-Sé todo sobre la entropía -admitió Adell.
-¿Qué diablos sabes tú?
-Sé tanto como tú.
-Entonces, sabrás que todo tiene que terminar algún día.
-Está bien. ¿Quién dice que no?
-Lo dijiste tú, pobre idiota. Dijiste que teníamos para siempre toda la energía que necesitáramos. Dijiste «para siempre».
Le llegó el turno a Adell de llevarle la contraria. -Puede que algún día podamos volver a construir cosas.
-¡Nunca!
-¿Por qué no? Algún día.
-Pregunta a «Multivac».
-¡Jamás!
-Pregunta a «Multivac». Te desafío. Apuesto cinco dólares a que te dice que no puede hacerse.
Adell estaba lo suficientemente bebido como para intentarlo, y lo bastante sobrio como para marcar los símbolos y operaciones necesarias para formular una pregunta que, dicha en palabras, sería más o menos: ¿Será capaz la Humanidad, algún día, prescindiendo del gasto de energía, de devolver al Sol su vitalidad incluso después de haber muerto de vejez? Quizá podría plantearse más simplemente así: ¿Cómo puede la cantidad neta de entropía del universo ser masivamente disminuida?
«Multivac» siguió muerta y silenciosa. Cesó el lento parpadear de luces y cesaron los sonidos distantes del tableteo de los relés.
Precisamente cuando los aterrorizados técnicos sintieron que no podían contener el aliento, un súbito renacer del teletipo agregado a «Multivac» hizo aparecer cinco palabras:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESPECÍFICA.
-Todavía, no -murmuró Lupov. Y salieron precipitadamente.
A la mañana siguiente, con la cabeza espesa y la boca pastosa, los dos se habían olvidado del incidente.
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Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II contemplaban el panorama estrellado que iba caminando al terminar el paso por el hiperespacio en su lapso intemporal. El polvo de .estrellas cedió el paso a la preeminencia de un solo disco, centrado, brillante.
-Éste es X-23 -dijo Jerrodd con aplomo. Sus manos delgadas se juntaron detrás de la cabeza con los nudillos blancos.
Las dos niñas Jerrodette acababan de experimentar el paso por el hiperespacio por primera vez en sus vidas y eran conscientes de la momentánea sensación de dentro-fuera. Ahogaron sus risas y se persiguieron alocadas alrededor de su madre chillando: -Hemos llegado a X-23... Hemos llegado a X-23... Hemos...
-Basta, niñas -ordenó su madre-.¿Estás seguro, Jerrodd?
-¿Cómo no voy a estar seguro? preguntó Jerrodd mirando al saliente de metal que sobresalía debajo del techo. Corría a lo largo de la estancia y desaparecía por detrás de la pared, a ambos extremos. Era tan largo como la nave.
Jerrodd no sabía nada de la gruesa barra de metal sino que la llamaban «Microvac», a la que uno hacía preguntas si lo deseaba; que aunque se hicieran, seguía teniendo la misión de guiar la nave a un destino preestablecido; que se alimentaba de energía procedente de varias estaciones de energía subgalácticas; y que computaba la ecuación necesaria para los saltos hiperespaciales.
Jerrodd y su familia sólo tenían que esperar y vivir en el cómodo alojamiento de la nave. Alguien había dicho una vez a Jerrodd que el «ac» al final de «Microvac» significaba «computadora análoga» en lengua antigua, pero estaba a punto de olvidar incluso esto.
Los ojos de Jerrodine estaban húmedos al contemplar la visioplaca. -No puedo evitarlo -musitó-. Se me hace raro abandonar la Tierra.
-Pero, ¿por qué? -preguntó Jerrodd-. Allí no teníamos nada. En X-23 lo tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. En el planeta hay ya más de un millón de personas. ¡Válgame Dios!, nuestros tataranietos saldrán en busca de nuevos mundos porque X-23 estará abarrotado. -Hizo una pausa-. Te aseguro que es una suerte que las computadoras estudien los viajes interestelares, dado como crece la raza.
-Lo sé, lo sé -asintió Jerrodine entristecida.
Jerrodette I interrumpió: -Nuestra «Microvac» es la mejor «Microvac» del mundo.
-Yo también lo creo así -dijo Jerrodd despeinándola. Era una sensación agradable tener una «Microvac» propia y Jerrodd estaba encantado de formar parte de su generación y no de otra. Cuando su padre era joven, las únicas computadoras eran tremendas máquinas que ocupaban cientos de kilómetros cuadrados de terreno. Sólo había una por planeta. «AC Planetaria» las llamaban. Crecieron de tamaño durante mil años y, de repente, llegó el refinamiento. En lugar de transistores, aparecieron las válvulas moleculares, así que incluso la mayor «AC Planetaria» podía instalarse en un espacio igual a la mitad del volumen de una nave espacial.
Jerrodd se sintió orgulloso, como siempre que pensaba que su «Microvac» personal era infinidad de veces más complicada que la antigua y primitiva «Multivac», que había domado al Sol por primera vez, y que era casi tan complicada como la «AC Planetaria» de la Tierra (que era la mayor) que había resuelto por primera vez el problema del viaje hiperespacial y había hecho posible las escapadas a las estrellas.
-Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine sumida en sus propios pensamientos-, supongo que las familias marcharán siempre a nuevos planetas, como hacemos ahora.
-No siempre -objetó Jerrodd sonriendo-, algún día dejarán de hacerlo, pero no hasta que hayan pasado miles de millones de años. Muchos miles de millones. Incluso las estrellas se acaban, ¿sabes? La entropía debe aumentar.
-¿Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II.
-La entropía, pequeña, es una palabra que significa la cantidad de desgaste del Universo. Todo se acaba, como tu pequeño robot walkietalkie, ¿te acuerdas?
-¿Y no se le puede poner una pila nueva, como a mi robot?
-Las estrellas son lo equivalente a la pila, cariño. Una vez se acaban, ya no habrá más unidades de energía.
Jerrodette I se puso a gritar: -No las dejes, papá. No dejes que se acaben las estrellas.
-¿Ves lo que has hecho? -murmuró Jerrodine, exasperada.
-¿Cómo iba a saber yo que se asustarían? respondió Jerrodd.
-Pregunta a «Microvac» -lloriqueó Jerrodette I-. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
-Adelante -sugirió Jerrodine-. Eso las calmará. (Jerrodette II también había empezado a lloriquear.)
Jerrodd se encogió de hombros. -Venga, venga, cariño. Preguntaré a «Microvac». No sufráis, nos lo dirá.
Preguntó a «Microvac» y añadió apresuradamente: -La respuesta por escrito.
Jerrodd recogió la fina tira de celofilme y dijo alegremente: -Veamos, dice «Microvac» que se ocupará de todo cuando llegue el momento, así que no os preocupéis.
-Ahora, niñas, a la cama -dijo Jerrodine-. Pronto estaremos en nuestra nueva casa.
Jerrodd leyó las palabras del celofilme antes de destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
Se encogió de hombros y miró por la visioplaca. X-23 estaba exactamente delante.
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VJ-23X de Lameth miró a la oscura profundidad del pequeño mapa tridimensional, a escala reducida, de la Galaxia. - Me pregunto si no somos ridiculos al preocupamos por el asunto.
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza: -Creo que no. Sabes que la Galaxia estará repleta dentro de cinco años al ritmo de expansión actual.
Ambos parecían tener veintitantos años, ambos eran altos y perfectamente formados. - Pero dudo - insistió VJ-23X- en presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
-Yo no pensaría en ningún otro tipo de informe. Les sacudiría un poco. Hay que hacer que se muevan.
-El espacio es infinito - suspiró VJ-23X-. Hay cien mil millones de Galaxias disponibles. Más.
- Un centenar de mil millones no es infinito y cada vez se va haciendo menos infinito. Piensa. Veinte mil años atrás, la Humanidad resolvió por primera vez el problema de la utilización de la energía estelar y pocos siglos después se hizo posible el viaje interestelar. La Humanidad tardó un millón de años en llenar un pequeño mundo y sólo quince mil años para llenar el resto de la Galaxia. Ahora, la población se dobla cada diez años...
VJ-23X le interrumpió. - Debemos agradecérselo a la inmortalidad.
- Muy bien. La inmortalidad existe y debemos tenerla en cuenta. Admito que la inmortalidad tiene su lado malo. La «AC Galáctica» nos ha resuelto muchos problemas, pero al evitar el problema de la vejez y la muerte, nos ha desbaratado todas las otras soluciones.
- Pero me figuro que tú no querrás abandonar la vida.
- En absoluto - saltó MQ-17J, pero dulcificó el tono para añadir -, todavía no. Aún no soy lo bastante viejo. ¿Cuántos años tienes?
- Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
- Aún no he llegado a doscientos. Pero volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez esta Galaxia esté llena, habremos llenado otra en diez años. Otros diez y habremos llenado dos más. Otra década, y cuatro más. En cien años habremos llenado mil Galaxias. En mil años, un millón de Galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
- Además de todo - observó VJ-23X- hay un problema de transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar serán precisas para trasladar galaxias de individuos, de una Galaxia a la siguiente.
- Buena observación. La humanidad consume ya dos unidades de energía solar al año.
- La mayor parte malgastada. Después de todo, solamente nuestra propia Galaxia produce mil unidades de energía solar y nosotros sólo utilizamos dos.
- De acuerdo, pero incluso con un cien por cien de eficiencia, solamente retrasaríamos el final. Nuestras exigencias energéticas crecen en progresión geométrica. Se nos acabará la energía antes, incluso, de que se nos terminen las Galaxias. Un punto a favor. Un buen punto.
- Tendremos que fabricar nuestras estrellas con gas interestelar.
- O con calor de desecho, ¿no? - preguntó irónicamente MQ-17J.
- Puede que haya algún medio de invertir la entropía. Deberíamos preguntárselo a la «AC Galáctica».
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J se sacó del bolsillo su «AC» de contacto y la puso en la mesa delante de él. - Tengo ganas de hacerlo -dijo-. Es algo con que la raza humana tendrá que enfrentarse algún día.
Contempló, sombrío, su pequeña «AC». Era solamente de treinta centímetros cúbicos y nada más, pero estaba conectada a través del hiperespacio con la gran «AC Galáctica» que servía a toda la humanidad. Teniendo en cuenta el hiperespacio, era parte integral de la «AC Galáctica».
MQ-17J se paró a preguntarse si algún día de su vida inmortal llegaría a ver la «AC Galáctica». Estaba en un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que retenían la materia interna que surge de los Submesones ocupaba el lugar de las torpes válvulas moleculares. No obstante, pese a su subetérico funcionamiento, la «AC Galáctica» medía más de trescientos metros de anchura.
MQ-17J preguntó de pronto a su «AC» de contacto: -¿Podrá alguna vez invertirse la entropía?
VJ-23X pareció sobresaltado y se apresuró a protestar: - Oye, yo no pretendía realmente que le hicieras esta pregunta.
-¿Y por qué no?
- Los dos sabemos que la entropía no puede invertirse. No puedes volver el humo a cenizas primero y a árbol después.
- ¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J.
El sonido de la «AC Galáctica» les hizo callar asustados. Su voz salía fina y bella de la pequeña «AC» de contacto sobre la mesa. Les dijo:
-NO HAY DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
-¡Ya lo ves! -exclamó VJ-23X.
Los dos hombres volvieron a preguntarse sobre el informe que debían presentar al Consejo Galáctico.
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La mente de Zee Prime abarcó la nueva Galaxia con interés por los incontables racimos de estrellas que la envolvían. Nunca hasta entonces la había visto. ¿Las llegaría a ver todas? ¡Había tantas!, ¡y cada una con su carga de humanidad! Pero una carga era casi un peso muerto. La esencia real de dos hombres se encontraba aquí en el espacio. ¡Mentes, no cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, en suspensión sobre los peones. A veces despertaban para actividades materiales pero era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos venían a existir para unirse a la increíble multitud, pero ¿qué importaba? En el universo quedaba poco sitio para nuevos individuos.
Zee Prime fue despertado de su sueño al encontrarse con los jirones tenues de otra mente.
-Soy Zee Prime -dijo-. ¿Y tú?
-Yo soy Dee Sub Wun. ¿Y tu Galaxia?
-La llamamos solamente la Galaxia. ¿Y tú?
-A la nuestra la llamamos igual. Todos los hombres llaman a su Galaxia, su Galaxia y nada más. ¿Por qué no?
-Claro, puesto que todas las Galaxias son iguales.
-Todas las Galaxias, no. La raza del hombre debió originarse en una Galaxia determinada. Eso la hace diferente.
-¿En cuál? -preguntó Zee Prime.
-No sabría decirlo. La «AC Universal» lo sabrá.
-¿Se lo preguntamos? De pronto siento curiosidad.
Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las propias Galaxias se encogieron y se transformaron en un polvo nuevo y más difuso sobre un fondo mucho mayor. Tantos cientos de miles de millones de Galaxias con sus seres inmortales, llevando a cuestas su carga de inteligencia con mentes que vagaban libremente por el espacio. No obstante, una de ellas era única entre todas al ser la Galaxia original. Una de ellas tuvo, en su vago y lejano pasado, un período en el que fue la única Galaxia poblada por el hombre.
Zee Prime se consumía de curiosidad de ver esta Galaxia, y gritó: AC Universal, ¿en qué Galaxia se originó la humanidad?
La «AC Universal» les oyó, porque en cada mundo y en todo el espacio tenía sus receptores dispuestos, y cada receptor llevaba por el hiperespacio a algún punto desconocido donde «AC Universal» se mantenía aislada. Zee Prime sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado hasta distancia sensorial de la «AC Universal», y habló únicamente de una esfera brillante de medio metro de diámetro, difícil de ver.
-Pero, ¿cómo puede esto ser toda la «AC Universal»? le había preguntado Zee Prime.
-Su mayor parte se encuentra en el hiperespacio fue la respuesta-. Pero no puedo imaginar en qué forma está. Ni podía imaginarlo nadie, porque había pasado ya el tiempo en que el hombre tenía que ver con el mantenimiento de «AC Universal». Cada «AC Universal» diseñaba y construía su sucesora. Cada una en un millón de años de existencia, acumulaba los datos necesarios para construir otra mejor y más compleja, una sucesora más capaz en la que se integraría su propio caudal de datos.
La «AC Universal» interrumpió las divagaciones de Zee Prime, no con palabras, sino guiándole. La mentalidad de Zee Prime fue guiada al oscuro mar de Galaxias y a una en particular ampliada en estrellas. Y llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
Pero era la misma, la misma que cualquier otra y Zee Prime contuvo su decepción.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a la otra, dijo de pronto:
-¿Y es una de esas estrellas, la estrella original del hombre?
«AC Universal» contestó:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE HA PASADO A SER NOVA, AHORA ES UNA ENANA BLANCA.
-¿Murieron los hombres que había en ella? preguntó Zee Prime, sobresaltado, sin pensar.
Y «AC Universal» respondió:
-COMO OCURRE EN ESTOS CASOS, SE CONSTRUYÓ A TIEMPO UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS.
-Sí, claro -dijo Zee Prime, pero le abrumaba una gran sensación de pérdida. Su mente se desconectó de la idea de la Galaxia Original del hombre, la dejó volver atrás y perderse entre los puntos borrosos y brillantes. Jamás quiso volver a verlos.
Dee Sub Wun preguntó:-¿Ocurre algo malo?
-Las estrellas se están muriendo. La estrella original está muerta.
-Todas tienen que morir. ¿Por qué no?
-Pero cuando toda la energía haya desaparecido, nuestros cuerpos terminarán muriéndose, y tú y yo con ellos.
-Pero tardará mil millones de años.
-Yo no quiero que ocurra, ni dentro de mil millones de años. ¡«AC Universal»! ¿Cómo puede evitarse que mueran las estrellas?
Dee Sub Wu comentó divertido: -¿Estás preguntando cómo puede invertirse la dirección de la entropía?
Y «AC Universal» contestó:
-HAY AÚN POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
Los pensamientos de Zee Prime saltaron a su propia Galaxia. No volvió a pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podía estar esperando en una Galaxia a mil billones de años luz de distancia, o en la estrella vecina de la de Zee Prime. Qué más daba. Zee Prime, entristecido, empezó a recoger hidrógeno interestelar con el que formar una pequeña estrella sólo para él. Si las estrellas tenían que morir algún día, por lo menos aún podía construir alguna.
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Consideraba al hombre como él porque, en cierto modo, el hombre era, mentalmente, uno, formado por un trillen de trillones de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su puesto, cada uno descansando inmóvil e incorrupto, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, pero las mentes de todos los cuerpos se mezclaban libremente unas con otras sin distinción.
-El Universo está muriéndose -dijo el hombre.
Y el hombre miró a su alrededor a las Galaxias que se iban apagando. Las estrellas gigantes, derrochadoras ellas, se habían apagado hacía tiempo, y habían vuelto a lo más oscuro del oscuro pasado. Casi todas las estrellas eran ya enanas blancas y se acercaban a su fin.
Se habían construido nuevas estrellas con el polvo que mediaba entre ellas, algunas por proceso natural, algunas por el propio hombre, y también éstas se iban apagando. Las enanas blancas todavía podían chocar entre sí y por la gran energía producida, nacían nuevas estrellas, pero sólo una entre las mil enanas destruidas viviría y éstas también llegarían a su fin. Y dijo el hombre:
-Cuidadosamente economizada, tal como indica la «AC Cósmica», la energía que aún queda en el Universo, durará miles de millones de años. Pero, así y todo -insistió el hombre- fatalmente todo llegará a su fin. Por más que se extreme la economía, la energía una vez gastada se va y no puede recuperarse. La entropía debe aumentar al máximo incesantemente.
Y el hombre preguntó: -¿No puede invertirse la entropía? Preguntemos a AC Cósmica.
La «AC Cósmica» estaba a su alrededor pero no en el espacio. Ni una parte mínima estaba en el espacio, sino en el hiperespacio. Estaba hecha de algo que ni era materia ni energía. La cuestión de su tamaño y naturaleza ya no tenía significado en ninguno de los términos que el hombre pudiera comprender.
-«AC Cósmica» - le dijo el hombre -, ¿cómo puede invertirse la entropía?
La «AC Cósmica» respondió:
-HAY AÚN POCOS DATOS PASA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
Y el hombre ordenó: -Recoge datos adicionales.
«AC Cósmica» declaró:
-LO HARÉ. LO HE ESTADO HACIENDO DURANTE CIEN MIL MILLONES DE AÑOS. A MIS PREDECESORAS SE LES HA HECHO MUCHAS VECES LA MISMA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
-¿Llegará el día - preguntó el hombre- en que los datos serán suficientes, o se trata de un problema insoluble en cualquier circunstancia concebible?
«AC Cósmica» dijo: -NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN NINGUNA CIRCUNSTANCIA CONCEBIBLE.
-¿Cuándo dispondrás de datos suficientes para contestar la Pregunta?
-AÚN HAY POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
-¿Seguirás trabajando en ello? - preguntó el hombre.
- LO HARE
- Esperaremos - dijo el hombre.
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Las estrellas y las Galaxias murieron y se apagaron. El espacio se volvió negro después de diez mil millones de años de agotamiento. Uno a uno, el hombre se fundió con «AC», cada cuerpo físico fue perdiendo su identidad mental de forma que en lugar de una pérdida era una ganancia.
La última mente del hombre hizo una pausa antes de fusionarse, mirando por encima de un espacio que no contenía más que los posos de una última estrella oscura y una materia increíblemente fina, agitada al azar por los últimos latigazos de calor que se apagaba asintóticamente en el cero absoluto. Dijo el hombre:
-«AC», ¿es esto el fin? ¿No se puede invertir este caos en un Universo una vez más? ¿No puede hacerse?
«AC» respondió:
-AÚN HAY POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA ESPECÍFICA.
La última mente se fusionó y sólo existió «AC», pero en el hiperespacio. La materia y la energía se habían terminado y con ellas el espacio y el tiempo. Incluso «AC» existía solamente para contestar a la única y última pregunta que jamás había sido contestada desde el día en que un técnico medio borracho hacía ya diez mil billones de años, había formulado a una computadora que para «AC» era menos que un hombre para el hombre.
Todas las demás preguntas habían sido contestadas y hasta que esta última lo fuera también «AC» no podía liberar su conciencia. Todos los datos recogidos habían llegado a su término final. Nada quedaba por recoger. Pero todo lo recogido tenía que ser completamente correlacionado y unido en todas sus posibles relaciones. Para ello fue preciso un intervalo intemporal.
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Y ocurrió que «AC» aprendió a invertir la dirección de la entropía. Pero ahora no había ningún hombre a quien «AC» pudiera comunicar la respuesta a la última pregunta. No importaba. La respuesta, por demostración, se ocuparía también de eso. Durante otro intervalo intemporal «AC» pensó en la mejor manera de hacerlo. Y «AC» organizó el programa minuciosamente.
La consciencia de «AC» abarcó todo lo que en tiempos había sido un Universo y reflexionó sobre lo que ahora era el Caos. Debía hacerse paso a paso.
Y «AC» dijo:
-QUE SE HAGA LA LUZ.
Y la luz fue hecha.
Hace unos dias subi uno de los relatos cortos finalistas de un concurso. Pues aqui llega el ganador (aunque como ya dije para mi gusto el anterior era mucho mejor). Bueno, aqui esta:
Después de aquello
Después de aquello, las tareas de la mañana continuaron sin cambios. Había que erguir a la vieja y darle masajes en las piernas huesudas y en los brazos, lavarla cuello abajo con una esponja de bebé, enrollarle los pelos en un moño triste, pintarle un par de cejas, que fingiera además rubor sobre los pómulos, hacerle sonreír con la barra de labios.
Vestirla siguió siendo difícil: jamás colaboró. Después del mediodía, la sentaba en la silla de ruedas y salían a dar una vuelta por el barrio. La anciana, hasta bien entrada la primavera, iba embozada.
Un domingo vino la mayor de las hijas:
- Qué bien cuida a Mamá, está mejor que nunca.
En otra ocasión, las más jóvenes, que eran mellizas, quisieron saber:
-¿Siempre cuidó ancianos, allá, por Ecuador?
Matilde respondió:
-Oh, no. Yo fui taxidermista.
Y reía con mucha timidez, tapándose la boca con sus manos gorditas.
No es que sea la continuacion de ningun relato, sino que simplemente es el titulo del mismo. Es uno de los finalistas de un concurso de relatos cortos, a mi juicio debio ser el ganador. Una Maravilla. A ver que opinais vosotros:
Continuación
Y, en el clímax de su primera riña conyugal, el príncipe le espetó: ¡Ojalá nunca me hubieras dado aquel maldito beso. Ahora estaría tranquilamente con mis amigos, croando a la luz de la luna!
Bueno aqui subo un pequeño relato de cosecha propia:
Il giocoliere di cartas
Y allí estaban sentados, ante una mesa vieja y coja. Bajo la luz de una bombilla que colgaba solitaria del alto techo, bañándose en mares de humo cubano. Una montaña de billetes, una baraja inglesa de cincuenta y dos cartas y cuatro jugadores. La partida tenía lugar en el almacén del restaurante de uno de ellos, Pietro Rossini. El siciliano era el sobrino del Don, Giulio, de la familia de los Rossini. A la derecha de este estaba Francesco Lotta, muy bueno en el póquer; dueño de varios casinos relacionados con los Rossini. Frente a Pietro se sentaba Salvatore Montesena, de otra de las familias de la zona; muy competitivo y mal perdedor. Por último, a la izquierda del anfitrión, Cesare Di Marco; ahijado de Renzo Montesena (Don y padre de Salvatore).
Eran ya cerca de las tres de la mañana. Hacía ya un par de horas que el local estaba cerrado. Tan solo los cuatro jugadores y uno de los matones de Pietro estaban en el local. Cada uno de ellos había sido registrado al entrar, y todos iban desarmados (excepto el matón). No se concedía ningún margen.
La ronda ya estaba empezada, y parecía que sería la última dado que las apuestas eran muy elevadas. Debía haber sobre el tapete más de veinte mil euros. Cesare repartía y el resto eran mano sobre él. Todos estaban muy atentos a cada uno de los movimientos que este hacía dado que la fama de tramposo le perseguía, era conocido con el sobrenombre de: el malabarista de naipes.
Desde que fue invitado a esta partida, Cesare, sabía que no podría ganar demasiado dinero puesto que le acusarían de hacer trampas. Al principio, pensó en rechazar la invitación, lo que sería visto como una ofensa. Luego, no le quedó otro remedio que acudir al encuentro. Lo que Cesare no sabía, era que Salva le había preparado una encerrona. El odio entre Cesare y Salvatore venía de largo. El segundo, era el único hijo de Renzo y por lo tanto, futuro Don. Sin embargo, el ahijado del patriarca de los Montesena, siempre había prestado un mejor servicio a la familia y estaba en boca de todos que era el predilecto del Don. Las envidias entre el uno y el otro, no hacían sino crecer y alimentar el odio que se profesaban. Salva había avisado al resto de participantes de que Cesare seguramente trataría de hacer trampas. Le conocía tan bien, que sabía que sería incapaz de evitarlo. Solo esperaba la ocasión para acusarle y dejar que un montón de plomo fuese su juez.
Como iba diciendo, la ronda estaba empezada y las apuestas pintaban altas, casi a órdago. Cesare, sin jugada en mano, tiró sus cartas sobre la mesa como señal de su retirada sin llegar siquiera a cambiar; con el consiguiente comentario sarcástico de su hermanito. Pietro con un trío de seises pidió dos cartas. El señor Lotta con una pareja de cuatros cambió tres. Y Salvatore cuya mano era de una pareja de reinas pidió tres más.
El Rossini levantó sus tres cartas con una amplia sonrisa en la cara, trío de seises, un rey y una jota; una muy buena jugada para ser mano de la ronda. Francesco con gesto torcido se retiró nada mas ver sus cartas. Por último Salva levantó sus cartas lentamente, una a una. Una reina, un cinco y otra reina. Una jugada ganadora: póquer de reinas. El Montesena, no gesticuló lo mas mínimo para evitar suspicacias. Durante dos rondas Pietro elevó ligeramente la jugada de mil en mil euros, luego Salva elevó cinco mil. Y así, poco a poco, apostaron más de quince mil. No solo se apostaba dinero; era orgullo, poderío, valentía. Finalmente, el anfitrión dobló lo que había en la mesa, que debía ascender a unos noventa mil euros, y Salvatore, aceptó sin subir un solo euro. Ganar demasiado dinero a su anfitrión podía ser visto como una ofensa.
Pietro observó alrededor y mostró su mano con cierto temblor en el pulso y gran sobriedad en su mirada. Al ver la jugada Salvatore sonrió, miró a Francesco, que esperaba atento, y a Cesare, que le guiñó un ojo. Y mostró sus cartas una a una. Reina, cinco, reina, reina, reina. El sabor de la victoria en sus ojos era casi enfermizo. Y la cara de perplejidad y rabia de Pietro no tenía precio. El perdedor, se levantó dando un golpe a la mesa y arrojando su puro contra la pared. Salva, por otro lado, no cabía en sí de júbilo mientras amontonaba y recogía el dinero de la mesa. En un alarde de frialdad, Cesare agarró con sus manos los brazos de Salvatore y habló casi susurrando mientras este le miraba.
- Hermanito, ¿cómo puedes tener un póquer de reinas si yo tengo la de corazones?
Los susurros resonaron en toda la estancia. En tanto la cara del Montesena se tornó en una mueca de incredulidad, la faz de Pietro se iba llenando de ira. Francesco, sorprendido y dubitativo, tomo sus cartas de la mesa y las arrojo boca arriba: dos cuatros, un tres, un ocho y la reina de picas. El Rossini se apresuró hacia Salvatore tomándolo por las solapas de la chaqueta y agitándolo.
- Y bien Montesena, explícanos como es posible que haya seis reinas en la baraja. No querrás hacernos trampas, ¿verdad?
- No, no. Se lo juro: no sé que ha pasado. ¡Le juro que no tengo nada que ver!
Mientras Pietro acometía contra Salvatore, Francesco ojeo las cartas y pudo apreciar como aunque el mosaico de la ilustración en el reverso era exactamente igual, la reina de corazones y la de picas que tenía el Montesena estaban ligeramente menos desgastadas que el resto de cartas. Detalle que firmó sentencia.
El anfitrión invitó a marcharse al resto de jugadores lamentando aquel accidente. Francesco cogió su abrigo y salió de allí sin apenas dar las buenas noches. Cesare, se acercó a despedirse antes de marcharse.
- Buenas noches, Pietro. Lamento lo ocurrido. dijo a su anfitrión con una reverencia.
- Hasta la vista, hermanito. susurro al oído de Salva tras darle un fuerte beso en la mejilla.
El Montesena, entendió entonces lo ocurrido, pero sus pocas y atropelladas explicaciones no sirvieron para mucho. Conforme hubo Cesare cerrado la puerta del almacén oyó golpes y gritos de Salvatore. Sin más, salió del callejón en el que desembocaba aquel antro y se alejó caminando en la fría noche bajo la luz de las farolas. Pocos pasos después, escuchó el sonido metálico y hueco de un disparo atravesando el pecho de su hermano. Cinco veces más se repitió aquel ruido. El aire portaba el olor rancio de la sangre, pero en su rostro aparecía una tímida sonrisa con tintes a satisfacción. Sus ojos estaban humedecidos, eran lágrimas de emoción. Lágrimas de victoria.
Había perdido bastante dinero aquella noche, pero no quedaba ninguna duda de que había merecido la pena. Ahora sería él quien heredase el puesto de Capo de los Montesena. Desde el instante en que se había retirado, el resto de jugadores bajaron la guardia. Solo tuvo que esperar el momento adecuado para amañar la ronda y librarse así de su querido hermano.
Siempre había sido un tramposo y siempre lo seguiría siendo